Sinatra, Monroe y otras doctrinas
1. En diciembre de 1968 -hace exactamente 21 años-, llegamos a Praga Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y yo. Nuestro propósito era demostrar solidaridad con el movimiento reformista checo, la llamada primavera de Praga. En agosto, las tropas del Pacto de Varsovia habían invadido Checoslovaquia para poner fin al experimento de socialismo democrático de Alexander Dubcek. Pero éste, formalmente, seguía al frente del Gobierno y, aunque los tanques soviéticos rodeaban Praga, en la capital checa los únicos signos visibles de la invasión eran algunos muros ametrallados y una partición de vidrio rota en el pasaje de la plaza de San Wenceslao. Un soldado de las repúblicas asiáticas de la URSS que jamás había visto una pared de vidrio se estrelló contra ella. Los checos -descendientes, al cabo, de Franz Kafka y del soldado Schweik- rápidamente pusieron un letrero en el lugar que decía: "Nada detiene al soldado soviético".En efecto, muchos de los soldados enviados a Praga eran asiáticos que no hablaban ni el ruso ni el checo. Se les hizo creer que iban a sofocar una rebelión interna en una de las repúblicas soviéticas. Entraron en sus tanques, sonrientes, creyéndose libertadores. Las muchachas checas les ofrecieron flores; cuando los soldados se inclinaron a recibirlas, las muchachas les escupieron en la cara. Entonces se volvieron visibles las otras heridas, las heridas internas de ese atentado contra el socialismo, contra la ley y sobre todo contra la esperanza que fue la invasión de Checoslovaquia en el verano de 1968.
Sin embargo, lo que Dubcek y sus colaboradores -el canciller Jirl Hayek, el presidente Ludvik Svoboda, el economista Otta Sik, el periodista Jiri Pelikan- pedían era, a la luz de los actuales cambios en la Europa central, de una modestia asombrosa. El "socialismo con rostro humano" consistía, sumariamente, en cumplir el postulado marxista del desvanecimiento del Estado y su sustitución gradual por las iniciativas de la sociedad civil. Checoslovaquia, con una práctica previa de la democracia política y con una base industrial desarrollada, no sólo podía, sino que dio ese paso. La primavera de Praga consistió en una multiplicación de actividades de los grupos sociales entre sí y frente al Estado. Trabajadores agrícolas, estudiantes, obreros, intelectuales, trabajadores de la información, incluso burócratas, empezaron a tomar iniciativas, a organizarse, a pedir representación efectiva y a publicar sus propios órganos de prensa. Pedían como contrapartida la democratización del Partido Comunista Checoslovaco y la respuesta constructiva del Estado a la dinámica social.
El Estado comunista petrificado no tuvo respuestas políticas para las demandas de la sociedad que el propio Estado, a lo largo de dos décadas, había contribuido a crear. El grupo reformista de Dubcek surgió para dar contestación a las voces de la sociedad. Es decir: la glasnost y la perestroika nacieron hace 21 años en Checoslovaquia. Es natural que ahora regresen a su patria de origen y den la puntilla a la doctrina que sirvió para justificar la agresión de 1968. La doctrina Breznev, a partir de ese momento, proclamó el derecho a la intervención para mantener en la órbita de Moscú a quienes ya estaban o algún día se encontrasen en ella. De paso, Breznev dio un poderoso argumento a los ultras norteamericanos: quien caiga en manos de la URS S ya nunca saldrá de ella.
Cuando García Márquez, Cortázar y yo llegamos a Praga, en el frío invierno de 1968, la ficción imperante -Kafka y Schweik- era que los rusos no estaban allí, que la primavera podía continuarse en el invierno y que nosotros, sin necesidad de mencionar la doctrina Breznev, podíamos hablar de la doctrina Monroe. Hablando de las intervenciones norteamericanas en Latinoamérica, todo el mundo entendería que nos referíamos a las intervenciones rusas en Europa central.
Hoy, la doctrina Breznev ha muerto, y el ágil portavoz del Gobierno soviético, Guennadi Guerasimov, cuyo humor tal vez se asemeje más al de Gogol y Bulgakov, ha declarado que ahora, en Europa central, se trata de aplicar la doctrina Frank Sinatra: "I did it my way" ("Lo hice a mi manera"), o , en mexicano, "cada chango a su macate". Pero el entierro de la doctrina Breznev en Europa, del Elba al Vístula y del Danubio al Báltico, no está siendo correspondido por el entierro de la doctrina Monroe en el otro escenario de la guerrafria, el de la zona de influencia norteaniericana en Centroamérica y el Caribe.
2. La doctrina Monroe es el más ilustre cadáver de las Américas. Nació con más hoyos que n queso de Gruyére. ¿Cómo podía el presidente James Monroe, en 1823, prohibir la presencia de Europa en América sin vulnerar la legitimidad de Estados Unidos, cuya independencia jamás se hubiese logrado sin la intervención militar de la Francia borbónica? Y no sólo de los francotiradores como Lafayette, sino de la flota de De Crasso y las tropas de Rochambeau, que determinaron la rendición inglesa en Yorktown.
El uso de la doctrina Monroe como arma intervencionista de Estados Unidos en Latinoamériea culminó con la trágica farsa de las Malvinas. La embajadora Jeárine Kirkpatrick animó a los nulitares argentinos a lanzarse a su desafortunada aventura, a cambio de servir como cobertura para otra desgraciada iniciativa: los militares argentinos entrenarían a la contra nicaragüense. Pero tanto el Gobierno argentino como el de Reagan debían saber que, en última instancia, Washington apoyaría a su íntimo aliado de la OTAN, el Reino Unido, y no a su remoto corifeo austral, el general Galtieri.
Una vez más quedó claro que la doctrina Monroe no era empleada por Estados Unidos contra Europa, sino contra América Latina. Era simplemente un arma contra todo Gobierno latinoamericano que entrase en conflicto con Washington, so pretexto de que obedecía a intereses extra continentales. El argumento fue usado contra México y la Alemania del kaiser: contra Argentina y el eje; contra Guatemala, Cuba, Brasil, Chile, Nicaragua y el comunismo internacional. No es de extrañar que, en efecto, a veces nuestros países hayan preferido identificarse más con el imperio lejano, Moscú, que con el demasiado cercano, Washington. Pero muchas confusiones, perversiones, retrasos y, sencillamente, dramas humanos se habrían evitado si América Latina, sin presiones de un bando o del otro, hubiera podido seguir sin obstáculos sus propios eaminos nacionales.
Es una de las paradojas de este fin de siglo que, en la era de la interdependencia económica y la comunicación instantánea, el nacionalismo político resurja con tamaña fuerza. De Armenia y Turkestán a Ucrania y Lituania, de Irlanda del Norte a la Bretaña y el País Vasco, el nacionalismo regional envía señales de alarma al proceso de unificación europea. La casa única de Europa va a requerir un ejercicio original y flexible del federalisnio para responder a estos retos.
Pero, en América Latina, el nacionalismo está contenido no dentro de áreas regionales más o menos aisladas, sino dentro de entidades nacionales reconocibles. Los nacionalismos mexicano, nicaragüense o venezolano no se desbordan, no ponen en peligro fronteras ajenas ni desestabilizan a los Estados a los cuales, por lo demás, identifican. Es preciso, pues, reconocerlos como factor dinámico de solución de problemas internos sin injerencias extrañas. Sólo a partir de esta conquista podremos hacer frente a los desafios de la modernidad.
México o Brasil tienen la gran ventaja de haber consolidado su soberanía nacional. Pueden ahora someterla a las pruebas de la modernización política y económica. Países como Nicaragua, en cambio, tienen que defender la viabilidad de sus nacientes instituciones nacionales contra una constante agresión externa. El Gobierno sandinista, de hecho, ha derrotado a esa fuerza apoyada en el extranjero (como Juárez
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Viene de la página anteriorderrotó a los contras mexicanos de su época) y pide que sus vestigios sean liquidados. Pero junto con la contra debe ser liquidada la secular historia de la intervención norteamericana en Nicaragua.
La legitimidad del actual Gobierno nicaragüense se funda, entre otras bases, en que es el primero que actúa sin la tutela de Washington. A partir de ello, las elecciones del mes de febrero entrante continuarán el proceso de recuperación nacional, mediante la participación de 20 partidos de oposición, la consolidación de las instituciones nacionales y la creciente actividad de la sociedad civil emergente.
La situación salvadoreña no se puede comparar a la nicaragüense. La guerrilla del FMLN no fue inventada en el extranjero, surge de El Salvador y sólo allí perdura o perece. La contra jamás ganó una batalla en Nicaragua; el FMLN controla buena parte del territorio nacional y puede lanzar una ofensiva en la propia capital para demostrar al presidente Alfredo Cristiani que debe negociar en serio o resignarse a una sangría interminable y a una guerra empatada. Acusar a Nicaragua de enviar armas al FMLN es aplicar otra doctrina, la doctrina Lucas Alamán: acusa a un Gobierno extranjero de tus problemas internos.
El Gobierno de George Bush está siendo criticado por su falta de iniciativa ante los cambios en Europa central. Yo creo que lo criticable no es su cautela en Europa, sino sus pobres iniciativas, equivalentes a la amenaza o a la inacción en Centroamérica y en el Caribe. Seguir armando al Gobierno de Él Salvador mientras se pide a la URSS que no arme más al Gobierno de Nicaragua es no sólo desconocer que Moscú ha cesado. todo envío de armas a Centroamérica, sino rehuir el compromiso negociado, tantas veces sugerido por Gorbachov y por la diplomacia latinoamericana: que nadie envíe más armas a Centroamérica.
Pero, aunque esto ocurriese, Bush, el último aunque más tímido de los ideólogos, se empeñaría en desconocer las evidencias del nacionalismo centroamericano. Proclamar a Violeta Chamorro la candidata de Washington es darle el beso de la muerte. Convierte la elección nicaragüense en una liza entre Ortega y Bush, como la elección argentina de 1946 obligó a los electores a escoger, en realidad, entre Perón y su principal enemigo, el embajador norteamericano Spruille Braden. Ganó, por supuesto, el candidato nacional.
Bush no puede corresponder a Gorbachov en Centroamérica limitándose a denunciar las armas soviéticas para justificar las armas norteamericanas. Debe pedir que se suspendan ambas y proclamar la doctrina Sinatra para el istmo: que cada cual siga su camino, sin intervención de nadie; veremos entonces con qué rapidez se encaminan las negociaciones en El Salvador y se fortalecen las instituciones nacionales en Nicaragua.
El tartufismo centroamericano de Bush es insultante. Persiste en un paternalismo que no concede a salvadoreños o nicaragüenses la capacidad para dirimir sus propios conflictos y encontrar sus propios caminos. Nadie puede creer, por otra parte, que el triunfo del FMLN en El Salvador o el de Daniel Ortega en Nicaragua vaya a poner en peligro a Estados Unidos o constituir una cabeza de playa soviética en Centroamérica. En la era de Gorbachov, cuando, a las puertas mismas de la URSS, Solidaridad gobierna en Polonia, se desintegra el Politburó checo, una Hungría pluripartidista pide su ingreso en el Consejo de Europa y cae el muro de Berlín, ¿puede concebirse que Gorbachov tenga la intención, o la capacidad, de establecer dictaduras estalinistas de dudoso provecho para la URSS en países geográficamente remotos y logísticamente imposibles? Nadie puede comulgar con esta. rueda de troika -si las troikas tuviesen ruedas.
3. El problema, claro, es Cuba. El régimen de Fidel Castro se encuentra cada vez más aislado de sus viejas alianzas en el mundo comunista. Una tormentosa sesión del Gabinete cubano en 1968 debatió si se debía denunciar o no la invasión de Checoslovaquia. La proclamación de la doctrina Breznev en Europa venía a reforzar la perpetuación de la doctrina Monroe en América. Los cubanos esperaban que los checoslovacos resistieran. Pero no hubo Sierra Maestra en el Danubio, y Castro, una vez más, prosiguió no la política que quería hacer, sino la que podía hacer.
¿Puede hoy Fidel Castro ponerse a la cabeza de la revolución que siempre quiso hacer: latinoamericana, en profundidad, pero sin sacrificar ni las libertades democráticas ni las transformaciones sociales? ¿O los años, los tentáculos del sistema y acaso el amor por el ejercicio personal del poder se lo impiden ya?
No se puede soslayar el drama humano de este dilema. Castro puede alegar que, para Cuba, la guerra fría no ha terminado. Y todo indica que Bush, como sus predecesores, no quiere una Cuba reformada, sino una Cuba vencida. Sobre esta base, no hay movimiento posible, sino congelación perpetua. Ojalá que, simultánea y dramáticamente, Bush y Castro proclamasen el fin de la guerra fría en el Caribe, la apertura mutua de fronteras y el derrumbe de ambos muros. El muro de La Habana, sí, para que los cubanos se informen y viajen libremente y las mazmorras se vacíen. Pero el muro de Miami también, para que cese el bloqueo y los norteamericanos puedan viajar a Cuba, comerciar con ella, dialogar con ella, reconocerla en el mundo nuevo, y no se escuche más la estridencia de Radio Martí.
Pero si en las Américas no podemos o no queremos actuar con el límpido dramatismo de las Europas, sí es necesario que al menos se inicien los pasos para que caigan los muros de Miami y de La Habana, con discreción quizá, con tiempos razonables, con un mínimo de buena fe. Las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, por desiguales que sean, por insolente y agresiva que haya sido y siga siendo la actitud de la Casa Blanca hacia el antiguo protectorado de la enmienda Platt, revelan una inseguridad recíproca. Castro teme que cualquier apertura sea utilizada en contra suya por los gringos. Bush teme que, sin enemigo en Europa, Estados Unidos pronto no tenga dónde demostrar su machismo maniqueo. ¿Dónde demostrar, casi religiosamente, que el imperio del bien reconoce y se enfrenta al imperio del mal? En Cuba y en Centroamérica, pero, al ver este espectáculo, el mundo descubre la inseguridad profunda de un imperio en declive, y sigue restándole credibilidad y respeto.
En cambio, una iniciativa de Bush que ponga al día la agenda de Estados Unidos en el Caribe y en Centroamérica devolverá a su país la estatura diplomática que hoy por hoy le ha sido arrebatada por las brillantes iniciativas de Mijail Gorbachov.
¿Asistiremos a la paradoja de que sea la URSS la que liquide las cargas ideológicas inservibles mientras Estados Unidos insiste en ideologizar el mundo?
Si la URSS ha renunciado a la doctrina Breznev en favor de la doctrina Sinatra, Estados Unidos debe renunciar a la doctrina James Monroe y proclamar la doctrina Marilyn Monroe: que cada quien se acueste con el perfume de su gusto.
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