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Tribuna:PRUEBAS DE ACCESO A LA UNIVERSIDAD
Tribuna
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La selectividad está servida

Inicia el autor del texto una reflexión sobre la inutilidad de las pruebas de selectividad universitaria -difícilmente puede hablarse de selección cuando aprueba el 87% de los examinados- y, consiguientemente, de su ineficacia para evitar la masificación en los estudios superiores. Se añade en esta ocasión el lamentable espectáculo suscitado por un texto de Marsé sobre Gurruchaga.

En efecto, una vez más, el rito iniciático de la selectividad se ha cumplido. El curso próximo, miles de jóvenes españoles invadirán las aulas de las universidades dispuestos a recibir unas enseñanzas que, a causa de la masificación, contradicen abiertamente la naturaleza de lo que debe ser una institución que es básica para el futuro de nuestro país. En definitiva, se ha demostrado nuevamente que esta prueba de la selectividad no sirve esencialmente para nada, puesto que no selecciona a los alumnos que se hallan auténticamente preparados para llevar a cabo con éxito -para ellos y para la sociedad- la realización de unos estudios superiores.Si nos atenemos a las cifras, es claro que no se puede hablar de selección cuando ha aprobado cerca del 87% de los que se han presentado, y, con toda probabilidad, este porcentaje aumentará cuando se añadan los que superen la convocatoria de septiembre. Por consiguiente, el resultado será que muchas universidades -como especialmente la complutense- continuarán sufriendo una masificación agobiante, que la calidad de la enseñanza será muy baja y que, finalmente, cerca del 50% de los que se matriculen en ellas no estará preparado para responder mínimamente a la exigencia de los estudios universitarios.

Por haber formado parte de uno de los tribunales que han juzgado a los estudiantes que aspiran a ingresar en la Universidad he podido comprobar, de primera mano, que la actual fórmula de la selectividad no sirve más que para mantener a enjuiciados y enjuiciadores en el más absoluto estrés durante unos agobiantes y calurosos días. Y es inoperante, de entrada, porque en unos y en otros se halla subyacente el sentimiento de que todos, de una u otra forma, acabarán pasando la prueba. Podría citar someramente algunos de sus defectos: poco rigor en las calificaciones debido a que se entremezclan en los tribunales profesores de instituto y universidad, con los consiguientes desniveles en la exigencia de unos y otros; presiones de los vocales de los institutos y colegios, que lógicamente aspiran a que sus pupilos pasen con facilidad; lo absurdo de muchas pruebas en referencia con lo que vaya a estudiar después cada alumno; el poco tiempo de que se dispone para corregir con sosiego tantos ejercicios; el exceso de burocratización, etcétera. Con todo, sí creo que vale la pena que me detenga en un fenómeno sociológico que convendría desterrar de nuestro solar si aspiramos a ser una sociedad moderna y europea. Me refiero a la zarabanda permanente de las recomendaciones.

Recomendaciones

Por supuesto, la prueba de la selectividad no es la única en la que aparecen estas solicitaciones -yo las sufro también en otros terrenos en ambas direcciones-, pero en esta ocasión adquieren una mayor virulencia a causa del sentimiento de que ir a realizarla es lo mismo que rellenar un formulario del Bono Loto. Sí el resultado de la prueba se deja únicamente al azar, se corre el peligro de fracasar. Por consiguiente, se trata de atajar la posible mala suerte por medio de la llamada o carta de algún amigo que conozca a algún miembro del tribunal.Tal curiosidad histórica la asumen en muchos casos los propios tribunales, puesto que a veces no se descabezan las tiras de los papeles del examen en donde vienen los datos del alumno y cuya finalidad es la de mantener el anonimato del examinado, a fin de garantizar una mayor objetividad en la calificación. De esta manera se atienden más fácilmente las generalizadas recomendaciones...

Aparte de lo que acabo de señalar, en esta convocatoria hemos tenido también un conato de escándalo que ha quedado afortunadamente en agua de borrajas, difundido por la fogosidad incontrolada del que lo promovió. Me refiero al famoso texto de lengua española que hacía una descripción de Javier Gurruchaga. La verdad es que yo me quedé atónito con esta polémica, suscitada por un profesor titular y alentada después por un eximio catedrático y académico. El texto de Juan Marsé, uno de nuestros mejores novelistas actuales, era interesante y brillante, y si se permitía ciertas licencias en el lenguaje, evidentemente se las puede permitir, lo mismo que se las puede permitir un gigante de nuestra literatura como es Camilo José Cela. Ahora bien, en descargo de los dos desgarradores de sus propias vestiduras, lo que me sorprende es que nadie haya denunciado lo que a mi modo de ver tenía de anómalo el texto de marras.

Cuando yo lo leí por primera vez, antes de distribuirlo a los alumnos, me sorprendió que fuese anónimo, ya que no se decía quién era el autor. Tal circunstancia me desagradó, porque los alumnos tenían derecho a saber quién lo había escrito, a efectos de situarlo en su exacto contexto. Pero, que yo sepa, nadie hasta ahora ha señalado esta imperdonable anomalía. Y si digo esto es por dos razones. La primera, porque si el texto hubiera venido firmado, ¿se hubiera atrevido el ilustre titular a dimitir en olor de multitud? ¿Y el prestigioso académico, hubiera escrito su comentadísimo artículo? La segunda es mucho más grave, ya que, de acuerdo con la legislación vigente sobre propiedad intelectual, el escritor Juan Marsé podría reivindicar los derechos que se reconocen a cualquier autor cuando se publica un texto sin su autoría. Pero, en fin, yo no quiero incitar al escritor catalán a visitar los juzgados, del mismo modo que se ha incitado a los alumnos, si era preciso, a hacerlo.

Jorge de Esteban es director del departamento de Derecho Constitucional de la universidad Complutense.

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