_
_
_
_
Tribuna:FERIA DEL LIBRO DE MADRID
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los efectos de la lluvia sobre la caligrafía

Alfonso Armada

Era sábado. Con esa transparencia que exhiben los sábados, desde los pómulos de las prostitutas a las cenefas de los vestidos de las niñas. Desde los parabrisas de los autobuses rojos al blindaje de los adolescentes, sentimentales a fuerza de no querer ser sentimentales. Sábado, aunque no de gloria en el calendario, sí con las guirnaldas de follaje en las acacias y las guirnaldas de nubes amenazantes en el cielo.No es lo mismo ir a la feria de San Isidro que a la Feria del Libro, aunque los tendidos del coso y los paseos del Retiro encierren alimañas de pelaje parecido. Hay lectores empedernidos memorizando los pases antológicos (que de esa forma dejan de ser pases para convertirse en caligrafía, si he leído bien a Joaquín Vidal) y taurófilos que sortean las casetas con un andar enhiesto, como si en el brazo terciado adormecieran un capote que luego van a tender allá, en la sierra, cuando el amor deje de ser literatura y ella no sea solamente Lenóchka, sino una mujer de carne y hueso. Lenóchka trabaja en Los vestidos blancos, de VIadímir Dudíntsev, así, con dos acentos a contrapié, y es una novela que habla de biología y revolución, y que pone a los lectores ante circunstancias como la pureza, la capacidad de ir más allá de la propia verdad, aquel antiguo temor soviético a lo que escape a la dialéctica escueta, que de tan escueta llega a ser mezquina. Con Lenóchka y con Fiodor Ivánovich uno recupera ese fervor que los libros en cierran entre sus pastas cerradas como postigos.

Hay libros en la feria, una feria que no es como todas las ferias, y que sirve para pasearse, para indagar en los ojos y los labios de las dependientas, porque uno se debe a sus instintos por mucho que los domestique. Los libros despiertan yemas dormidas en los codos, en las articulaciones que sirven para izar banderas, en los rodrigones que nos ponemos en la melancolía y en el pecho.

Quedamos en que era sábado. Primer sábado de feria, último sábado de mayo, sábado de primera comunión, como si la primera comunión, como la fastidiosa y polinizadora primavera (si quiere saber de los misterios de la polinización, nada mejor que volver a Los vestidos blancos), todavía tuvieran algún aliento que esparcir sobre las patas de las letras, los obenques, las grúas y toda la sintaxis que las palabras emplean para conmovernos, para ponemos la piel atirantada.

Como en Berlín

Era sábado y amenazaba tormenta, una de esas extrañas tormentas que se descuelgan sobre Madrid todas estas últimas tardes de mayo como en Berlín hace aproximadamente un año. Como si los dioses atmosféricos explicaran con truenos su prodigiosa dialéctica celeste. Tronaba, pero nadie, ni los ancianos ni los niños, se movía. Hasta que empezó a llover. Empezó a llover con esa convicción de los arcángeles de Hyde Park Corner. Pero esto era el Retiro, la capital de las derrotas y los tránsfugas. La gente, todos esos seres con nombres y apellidos que habían acudido a la feria no sólo para que Antonio Gala les firmara la paginita de cortesía, sino para tomarse un pequeño atracón de portadas, para ponerse los dientes largos con la autobiografía de Chester Himes o los últimos hallazgos soviéticos (Anatoli Ribakov y su Arbat después de tantos años), la sutileza abrumadora de Eudora Welty o las dianas de carne y hueso de Toni Morrison, los vivaqueos de la última narrativa hispánica y las vueltas a las apariencias que es capaz de dar Clarice Lispector o el mundo que se conmueve entre las manos de Miguel Torga, toda esa gente, corrió a buscar cobijo. Empezó a llover como si la feria fuera precaria y todos tuviéramos la edad de los peces. Se encharcó la avenida y el nivel del agua comenzó a subir. Aquello no podía ser cierto. Era una dulce pesadilla de Italo Calvino. Los policías se reían y los niños braceaban con un estilo olímpico. Tras las acacias, los robles, los rododendros y todos los otros árboles de la realidad y de la memoria, el cielo se despeñaba con un estruendo de carromatos y cañones antitanque sobre el pavimento del piso superior, donde la vecina inaccesible canta y nuestros sueños se adiestran.La lluvia llovía sobre la propia lluvia entrecana, gris perla, una lluvia hecha de libros y palabras que se habían referido antes a la lluvia, como si Witold Gombrowicz hubiera resucitado para ver algo al fin distinto con sus ojos de buey airado.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_