Barcelona y la política de museos
Las administraciones públicas tienen en España, como en los demás Estados europeos, una responsabilidad básica en el fomento de la oferta cultural y más concretamente en la creación y el mantenimiento de los equipamientos culturales. No hay duda de que ésta es su principal tarea y no hay que esforzarse tampoco en demostrar que en los últimos años se han conseguido en este terreno realizaciones importantes. Pero todavía son insuficientes, a juzgar por las características de muchas instituciones, y en todo caso si se considera el crecimiento de la demanda cultural (que se refleja en el fenómeno ya habitual de las colas a la entrada de los museos, teatros y salas de conciertos).Por consiguiente, se impone continuar e incrementar el esfuerzo inversor en este terreno y decidir en cada caso si hay que modernizar equipamientos existentes o crear otros nuevos, precisar la responsabilidad económica de las distintas administraciones y aceptar un esquema de prioridades. Estas opciones en la práctica, como en el asunto que motiva este artículo, pueden resultar complicadas por el entreverado de cuestiones competenciales, apreciaciones sobre la demanda potencial y las aspiraciones de cada ciudad y consideraciones de calendario (el obsesivo horizonte del 92).
Conviene, por consiguiente, acotar claramente la responsabilidad general del Ministerio de Cultura en relación con los equipamientos culturales. Esta responsabilidad no se halla tan circunscrita como algunos pretenden (el ministerio no ha quedado reducido a Madrid), pero no es ilimitada. Incluye, en primer término, las grandes instituciones culturales que el Estado tiene en Madrid (ubicación que obviamente no procede revisar ahora), pero también una red extensa aunque desigualmente repartida por el territorio, de archivos, bibliotecas y museos de titularidad estatal, sin perjuicio de que su gestión haya sido a menudo transferida. Junto a esta responsabilidad primordial sobre sus propios equipamientos, el ministerio ha puesto en marcha programas nacionales para cooperar a la creación o consolidación de equipamientos de las administraciones autonómicas o locales que por su coste exceden a su capacidad de financiación. Así, cabe mencionar el programa de auditorios, el de teatros históricos o el del sistema español de museos. Ahora bien, en estos casos la función del ministerio, conviene insistir en ello, es solamente cooperar en proyectos que tienen otros responsables principales.
Con estas coordenadas hay que considerar la política del Ministerio de Cultura en relación con los museos de Barcelona, cuya situación desde el punto de vista institucional es desde luego bien característica, ya que se trata casi exclusivamente de museos municipales o dependientes estrechamente del municipio. Pocos ayuntamientos en Europa tendrán a su cargo el mantenimiento de un conjunto museístico tan rico y diversificado como el de Barcelona, y esta ejecutoria que le honra constituye sin embargo también una carga excesiva cuando hay que poner en práctica el plan municipal de reordenación de las colecciones y de modernización de las instalaciones, aprobado en 1984.
Es evidente que las demás administraciones deben cooperar con el Ayuntamiento de Barcelona a estos efectos, pero los problemas políticos y la interpretación fundamentalista de las cuestiones competenciales han venido retrasando un acuerdo que ya no cabe demorar. En efecto, no parece lógico que la Generalitat permanezca ausente de los principales museos de Barcelona ni que alternativamente intente imponer un fuerte control administrativo sobre los mismos (proyecto de ley de Museos). Tampoco es admisible que el Ministerio de Cultura se margine de los museos de Barcelona por el hecho de que ninguno sea de titularidad estatal. La reciente incorporación de los principales de ellos al sistema español de museos era, por tanto, un paso razonable (aunque la Generalitat lo haya criticado) para posibilitar la ayuda ministerial en terrenos como exposiciones o las inversiones.
Papel de la Administración
Ahora toca definir, de acuerdo con las administraciones autonómica y local, el papel que corresponda a la Administración del Estado en las grandes operaciones museísticas que se proyectan en Barcelona: la remodelación del Palau Nacional de Montjuïc como sede del Museo de Arte de Catalunya y la creación de un nuevo Museo de Arte Contemporáneo en la antigua Casa de la Caridad.
La preferencia del ministerio por participar en la primera de estas operaciones se explica: a) por la extraordinaria importancia de las colecciones del Museo de Arte de Catalunya, excepcíonales en el panorama español y europeo sobre todo por sus fondos de arte románico, gótico y del modernismo catalán; b) por la localización del Palau junto a las instalaciones olímpicas del 92, lo que hace imperioso que las obras estén terminadas para esa fecha, y c) por coherencia con la responsabilidad general del Estado en el campo de los museos de arte histórico.
En efecto, a través del Ministerio de Cultura, del Patrimonio Nacional o de otros departamentos, el Estado es titular de los principales museos públicos de arte histórico, en muchos de los cuales está impulsando procesos de remodelación global similares a los que requiere el Museo de Arte de Catalunya (baste pensar en el Prado, en el Museo de Bellas Artes de Sevilla o en el San Pío V en Valencia).
Por el contrario, con relación al arte moderno y contemporáneo, la política museística del Estado ha sido hasta hace poco tan débil y asistemática que a medio plazo sólo cabe pensar en la culminación del azaroso proceso de construcción del correspondiente museo nacional. Sus colecciones, desde su fundación a finales del siglo pasado, han itinerado por diversas sedes madrileñas (Casón, Biblioteca Nacional, Ciudad Universitaria) y merecen recibir un impulso renovado con ocasión de la constitución del Centro de Arte Reina Sofía (CARS).
Tentación centralista
Parece injustificado tildar este nuevo equipamiento de centralista, porque se basa principalmente en las colecciones públicas que ya se conservan en Madrid en los museos nacionales, limitándose a reagruparlas y complementarlas. Por consiguiente, el conjunto principal de la obra artística existente en España de Picasso, Miró o Dalí seguirá exhibiéndose en los respectivos museos monográficos de Barcelona y Figueras, y siendo esto así, resulta dificilmente aceptable que se discuta que estos grandes artistas estén también dignamente representados en el Centro de Arte Reina Sofia, con obras que además pertenecen al Estado. La tentación centralista puede que no sea exclusivamente madrileña en este caso.
La constitución del Centro Reina Sofía no impide (sino que más bien favorece por el efecto de emulación) que surjan otros museos de arte contemporáneo. Lo que ocurre es que el Estado no puede multiplicarlos, entre otras razones porque las dimensiones de sus colecciones no lo permitirían. En Barcelona, como ya se ha hecho ejemplarmente en Valencia con el IVAM y como se anuncia en Sevilla y en otras ciudades, la iniciativa de los nuevos museos de arte contemporáneo corresponde a los gobiernos autónomos, en colaboración en su caso con las autoridades locales. Por su parte, el ministerio, a través del Centro de Arte Reina Sofía, colaborará desde luego con esos nuevos museos, facilitando, por ejemplo, el intercambio de exposiciones (como ya se realiza actualmente) o el depósito de obras de arte de colecciones estatales.
Esta política estatal de museos, que en general se asemeja a la que existe en Francia, Reino Unido o Italia, debe permitir en definitiva encontrar soluciones para que el mim sterio colabore eficazmente en la renovación y dinamízación de los museos de Barcelona de acuerdo con la Generalitat y el Ayuntamiento de la Ciudad Condal.
Babelia
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