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Solchaga y Robespierre

El ministro Solchaga abrió a EL PAÍS su cerebro y le salió una declaración de coherentes principios económicos y políticos. Los primeros no han sorprendido porque eran evidentes. Los segundos sí han sorprendido porque, aun siendo evidentes, no habían sido evidenciados, y lo evidente siempre, siempre necesita ser evidenciado. Desde el plan de estabilización de los ministros del Opus a finales de los cincuenta y el dictamen de la OCDE a comienzos de los sesenta, la economía española ha tratado de normalizar su situación dentro del sistema mundial. Ese procese, lo ha culminado la transición democrática, y muy especialmente la decidida gestión de Boyer y Solchaga eliminando los obstáculos de peculiaridades que se oponían a que España encontrara las piezas que le integrarían en el puzzle del neocapitalismo internacional. Confiados en la expectativa de cambio, en los 10 millones de votos que les respaldaban, en el desbarajuste de sus antagonistas nacionales, los estrategas de la operación escogieron vías directas y confiaron en que los costes sociales serían asumidos por los debilitados sindicatos y relativizados en cuanto se saliera de la parte más aguda de la crisis. Seis años después, al menos debe constatarse que esos costes sociales han sido altos, y que las facilidades dadas por los ministros socialistas españoles para que se enriquecieran los que creaban riqueza han contribuido sobre todo a que se enriquecieran sin que crearan demasiada riqueza social. A. pesar del martilleo propagandístico de que la economía española va bien, un martilleo robotizado y omnipresente que ofrezco como materia de reflexión a quienes tanto aman 1984, de Orwell, la realidad dice otra cosa que las con signas, y una nueva pobreza se suma a la pobreza de siempre, mientras se expanden valores culturales de supervivencia que responden a la moral de una sociedad exterminadora en la que ya se nace ganador o perdedor. Una encuesta, río es necesario que sea muy profunda, sobre los valores culturales dominantes en las promociones españolas establecidas y por establecernos trasladaría a Chicago años treinta, y descubriría la desaparición del rastro, e incluso la sombra, del valor de la solidaridad, mientras se impone otra vez la caprichosa ética de la beneficiencia, es decir, la estética de la beneficencia.El socialismo científico reformista no dependió del leninismo para asumir la diferencia entre reformismo pasivo y reformismo activo. El primero confiaba en la lógica interna de la economía capitalista que incubaba la socialista, y el segundo activaba el proceso mediante la organización de los trabajadores y la presión social. Esa opción ha permanecido vigente o latente en la cultura socialdemócrata hasta nuestros días, aunque se detectan síntomas de canibalismo interior, y el socialista pasivo trata de comerse al socialista activo porque le considera un obstáculo ideologizador, inútil en unos tiempos en que los números cantan y casi todo puede sancionarse a priori mediante un cálculo de probabilidades a partir de los datos ya existentes. El papel activador de la voluntad política es cuestionado como un simple resto de naufragio ideológico, y el socialista tecnócrata se erige en el gran chamán hegemónico. A lo más que llega este mutante es a paliar los efectos brutales de una economía de mercado y de una cultura de mercado, con la presión fiscal con fines asistenciales y con la insistencia culta, que no cultural, en el fin último socializador, que no corrige la cultura realmente existente individualizadora y antisolidaria. Y no la corrige porque, en definitiva, para fijar pautas culturales es más determiante una manera de producir y consumir que todas las reuniones de Jávea juntas, aunque se prolonguen hasta el año 3000.El final feliz ya estaba dibujado. Los técnicos, es decir, los poseedores del saber, gobiernar , distribuyen dentro de lo que cabe y utilizan a los interlocutores sociales como privilegiados monitores de su estrategia y a lo sumo como intermediarios del eco social. Nunca como participantes críticos. La participación crítica de la sociedad ya no debería ni siquiera llamarse así, sino feed back consentido cada cuatro años mediante el voto en las elecciones legislativas. Este idílico y ordenado final feliz no se ha dado en ninguna parte, entre otras cosas porque la historia no tiene todavía finales absolultos, ni felices ni infelices. La dinámica social continúa cuestionando todo tipo de determinismos y lo real acaba irrumpiendo en lo programado, y así debe interpretarse el ya famoso 14 de diciembre.

La reacción de Solchaga, y de de lo que representa, ha sido de una coherencia ejemplar: la estrategia económica sigue siendo buena y son los interlocutores sociales quienes se han equivocado de papel, y a partir de ahora el Gobierno debe considerarlos como una simple corporación, como un colegio de abogados; o algo parecido. Disiento de los que dicen que ha sido una provocación. Creo que el ministro Solchaga políticamente no da más de sí porque es un técnico, y un técnico agraviado porque los sindicatos no le merecen.

Pero más allá de la peripecia concreta de Solchaga y el solchaguismo queda la gran cuestión del cambio histórico y sus ritmos, y sin salirnos de la parcela del reformismo en la que objetivamente nos movemos todos. Cambio pasivo, fácil de paralizar, movido sólo desde las instituciones y corregido mediante las elecciones, o cambio activado por una presión social vigilante, crítica aunque no aventurera. Esta es la cuestión de fondo, nada gratuita porque aflora por doquier e incluso impregna la conmemoración del segundo centenario de la Revolución Francesa. Ocasión aprovechada por el reformismo pasivo para ajustar las cuentas a una revolución burguesa porque pudo haber sido reforma y no revolución. Aparentemente se le ajustan las cuentas a Robespierre, pero en realidad se trata de deslegitimizar todo intento de forzar el cambio y las transformaciones sociales desde la impaciencia de la conciencia social crítica. La campaña está en marcha en Europa, así en Francia como en Italia: en Francia, acaudillada por historiadores de la derecha, y en Italia, por socialistas pasivos de la cuerda de Craxi. La desagradecida burguesía posrevolucionaría ni siquiera le ha ofrecido a Robespierre el nombre de una calle en su país de origen, a pesar de lo mucho que él contribuyó a allanarle el camino de la victoria final y de lo sabia que fue la Revolución Francesa para eliminar aliados populares que con el tiempo serían antagonistas de clase.

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Mas que no se apure Robespierre en su tumba porque estos tiros no van contra él, sino que forman parte de una renovada batalla entre deterministas y dialécticos. Estos tiros de hecho van contra Nicolás Redondo y Antonio Gutiérrez en España y contra el despertar de la conciencia crítica social en buena parte de Europa ante la parsimonia operativa de los tecnócratas. Inquilinos de un Estado hecho a la medida de antiguos poderes y prisioneros de lógicas y decisiones de cúpulas de poder multinacionales, los tecnócratas han confundido la voluntad política con la fatalidad de su política. Son deterministas. Tal vez no tengan ideología, pero tienen religión.

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