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La deuda latinoamericana amenaza a Bush

Los dirigentes de los siete países latinoamericanos más endeudados, entre los cuales se encuentran Brasil, México, Argentina y Venezuela, han solicitado una cumbre con sus acreedores, los países industrializados, para debatir soluciones al problema de su deuda, que es cada vez más insoluble. Es una invitación que la futura Administración de Bush debería aceptar, sobre todo si se tiene en cuenta la importante declaración realizada por el presidente electo en el sentido de que la crisis de la deuda no sólo es económica sino también política, y que, en consecuencia, debería resolverse en un contexto político.El futuro equipo de Gobierno de Bush se enfrentará a corto plazo a una grave crisis. En abril de 1990, todos los Gobiernos clave de América Latina habrán cambiado de dirigente. En cada una de esas elecciones el tema principal, quizá el decisivo, será el modo de enfocar su enorme deuda externa. El enfoque gradualista, apoyado por Estados Unidos y generalmente asociado a los Gobiernos centristas actualmente en el poder en América Latina, recibirá fuertes ataques. Si no triunfa la habilidad política, podría darse un deslizamiento político decisivo hacia el populismo, el nacionalismo y el antiamericanismo.

Enfoque imaginativo

El populismo latinoamericano es el último refugio del marxismo tradicional. Ha resistido a la glasnost y a la perestroika. Para los populistas latinoamericanos, la fe en la empresa pública y en el fantasma del capitalismo voraz sigue siendo una virtud prístina. Por tanto, si del Gobierno de Estados Unidos no surge un nuevo enfoque imaginativo al problema de la deuda, éste se forjará en el crisol de la confrontación.

La confrontación dejará sin relevancia la especulación sobre si el centro de gravedad de la política exterior estadounidense se está trasladando del Atlántico al Pacífico. Una América Latina hostil, que ya es fuente de inmigración ilegal, drogas e inestabilidad financiera, inevitablemente hará que las preocupaciones de Estados Unidos se dirijan hacia el río Grande.

Un esfuerzo serio por revitalizar las relaciones entre ambos hemisferios no se basa finalmente en estas consideraciones negativas. América Latina es la parte del mundo en desarrollo con la que Estados Unidos tiene una mayor afinidad histórica y cultura¡. El crecimiento de países dinámicos como Brasil, México y Argentina es fundamental para el bienestar de todo el hemisferio, incluido el de Estados Unidos. Una relación creativa y de cooperación entre América del Norte y del Sur es crucial cualesquiera sean los supuestos sobre la economía mundial. En un mundo de libre comercio, un hemisferio occidental en crecimiento mantendrá la prosperidad general. Si en Europa y otras partes surgen bloques comerciales, lo cual es perfectamente plausible, un estrecho vínculo entre los dos hemisferios occidentales permitirá una competencia eficaz. Desde ese punto de vista, el convenio de libre comercio entre Canadá y Estados Unidos podría representar el primer paso hacia un acuerdo más amplio en ese hemisferio.

El origen del problema de la deuda se retrotrae a los años setenta, cuando los bancos estadounidenses reciclaron enormes sumas de petrodólares en créditos al exterior. De hecho, este proceso impidió que se produjera una amplia crisis financiera. Se basaba en el supuesto de que el alza del precio del petróleo facilitaría el pago de la deuda y de que los países deudores emplearían los créditos en reformas para crecer más que su deuda.

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Esa ilusión se destruyó con el colapso del precio del petróleo y con el fuerte aumento de los tipos de interés que se dio a principios de 1980. Ya en 1982, a México primero y a otros países deudores después, les resultó imposible cumplir sus obligaciones; los bancos comerciales respondieron cortando el crédito a casi todos los países en desarrollo. En ¡in principio, los bancos pensaron que se enfrentaban a una crisis de liquidez a corto plazo -incapacidad temporal para pagar- y no a un desafilo a la solvencia de América Latina. Se dijo que el remedio era adelantar fondos para cubrir el pago de los intereses de la deuda y para realizar algunos ajustes relativamente modestos en las economías latinoamericanas. Con elle las exportaciones crecerían a mayor ritmo que el pago de los intereses y la confianza crediticia se restauraría. El ser vicio de ]la deuda y la austeridad eran una inversión para cimentar un crecimiento renovado.

Pero las cosas no resultaron así. Claramente se trata de un problema de solvencia: algunos países deben más de lo que posiblemente: puedan devolver. Los programas de ajustes temporales de 1982 se han traducido en la austeridad aparentemente permanente de 1988. Desde finales de 1982 América Latina ha pagado alrededor de 235.000 millones de dólares de intereses, pero su endeudamiento ha aumentado en 50.000 millones. América Latina, que es una región subdesarrollada, se ha convertido en exportadora neta de capitales, lo cual es una injusticia insostenible.

El callejón sin salida se ha agravado porque EE UU y América Latina tienen enfoques casi diametralmente opuestos al problema. de la deuda; muchas veces la discusión entre ambos continentes es un diálogo de sor dos. Por ello es tan importante un nuevo enfoque.

La opinión dominante en el Gobierno de Estados Unidos y en los principales bancos sigue siendo la de negar que existe una situación de emergencia. Según esta opinión, se citan los esquemas de México, Brasil y Chile para reducir la. deuda, la renegociación a más años que se ha hecho en Brasil, Venezuela y México, y el crédito multibillonario concedido a Brasil como prueba de que el proceso funciona. Se aduce que las cuasi-quiebras de Brasil y Perú han enseñado a los demás países latinoamericanos la inutilidad de dejar de mantener el pago de los intereses. El consuelo son los excedentes comerciales de México, Argentina y Brasil y el creciente papel que desempeña el Banco Mundial. El permanente estancamiento de América Latina y la inflación galopante se atribuyen a la falta de determinación para realizar unas reformas urgentes.

Catástrofe política

Los países latinoamericanos, y casi todos sus gobernantes, han llegado a un punto de exasperación respecto de ese enfoque técnico. Para ellos, la fuerte disminución del nivel de vida no equivale a un progreso potencial sino a una catástrofe política segura. El colapso de los salarios reales en toda Latinoamérica significa un desastre nacional (según el nuevo presidente, Carlos Salinas de Gortari, en México han descendido hasta un 50% desde 1982). Ningún Gobierno democrático puede soportar la prolongada austeridad y los recortes en los servicios sociales que exigen las instituciones internacionales. La clase política de todos los países latinoamericanos está convencida de que el actual sistema de tratar la deuda externa ha llegado a ser algo políticamente insostenible.

Ambas partes tienen razón. Desde un punto de vista estrictamente económico, la perspectiva estadounidense es válida. Desde un punto de vista político, el argumento latinoamericano es irresistible.

Por fortuna, ambas partes han aprendido un montón a lo largo de seis años de convivir con la crisis de la deuda. Globalmente, los bancos americanos han comprendido que el problema tiene un componente político. Casi todos ellos han llegado al límite de lo que puede absorber una institución creada para realizar beneficios; han reducido sus márgenes de beneficios y han establecido reservas en previsión de quiebras. En general han trazado esquemas innovadores de financiación para aliviar el peso de la deuda. Lo que no harán es condonar deuda voluntariamente ni aceptar una rebaja del grueso de los créditos. Temen que se establezca un serio precedente que perjudicaría su capacidad prestataria y que, por tanto, acarrearía una crisis financiera global. Prefieren que el Gobierno estadounidense les obligue a aceptar pérdidas con la teoría de que el Gobierno se vería así obligado a aliviar sus cargas, aunque fuera por vía impositiva.

En lo que respecta al Gobierno de Estados Unidos, el ex secretario del Tesoro James Baker III estableció las bases conceptuales para un nuevo enfoque en la asamblea que el Fondo Monetario Internacional celebró en Seúl en 1985, cuando planteó que el problema de la deuda sólo podía resolverse mediante un crecimiento económico global. Sin embargo, al final, la práctica no siguió a la teoría. El plan Baker no llegó muy lejos, debido en gran parte a que en un año electoral la Administración Reagan era reacia a emprender políticas que sus adversarios políticos podían calificar como "sacar de apuros a los bancos". Pero la confianza que tenía Baker en el crecimiento sigue siendo el punto clave de toda solución.

En América Latina, además, por encima del ruido y la furia, está surgiendo una tendencia más receptiva hacia un compromiso constructivo. Los ministros latinoamericanos que están actualmente en el poder comprenden que en un período de rigor fiscal Estados Unidos no está en situación de emprender grandes gastos gubernamentales; por tanto, si quieren crecer deben estimular las corrientes de capital privado. Si la deuda se denunciara unilateralmente, se desvanecería el acceso a esos capitales. Además, todos los dirigentes latinoamericanos entienden que la reforma no es una idea característica de las instituciones financieras internacionales sino la condición previa a un crecimiento interno sostenido y, por tanto, a la supervivencia de las instituciones democráticas. Finalmente, el problema entre América del Norte y del Sur ya no es que la ayuda para solucionar la deuda deba vincularse a algunas condiciones; el problema son los términos de esas condiciones.

Intervención inevitable

Definir las condiciones para el crecimiento supone una medida política para todos los países afectados. Por parte de Estados Unidos, la nueva Administración debe dejar de lado los paños calientes de los remedios económicos automáticos y la necesidad que tienen los bancos de solucionar sus propios problemas sin una intervención gubernamental. Por parte de América Latina, las exigencias de un alivio de la deuda deben acoplarse a un programa concreto con el que se pueda lograr un crecimiento, económico dentro de un calendario políticamente significativo; esto debe acompañarse de garantías creíbles para que la reducción de la deuda no sea simplemente un escalón en el camino hacia la quiebra total.

Elemento clave de una solución de ese tipo será la reasignación del peso de la deuda -tanto el principal como los intereses- entre deudores, bancos y Gobiernos. Los bancos no pueden llevar por sí solos el peso. Una intervención del Gobierno de Estados Unidos es inevitable. Pero el Gobierno estadounidense no puede tener interés en comprometerse a fomentar quiebras por etapas. Una contribución gubernamental de Estados Unidos sólo puede justificarse si promueve el crecimiento y la democracia de América Latina, así como una relación de mayor cooperación en el hemisferio occidental. Dos principios deben regir este proceso:

a) América Latina debe aceptar mayor cantidad de capital nuevo del que exporta para

para pagar el servicio de su deuda. Algunas subvenciones del Gobierno estadounidense pueden resultar de ayuda. Pero el déficit presupuestario impide que el Tesoro contribuya directamente a gran escala. La ayuda estadounidense debe basarse en instrumentos tales como ayudas fiscales a los bancos afectados o en algún tipo de garantía para que los bancos concedan nuevos créditos que ayuden a iniciar el proceso renovado de crecimiento.

b) Los países latinoamericanos deben contribuir con auténticos programas de reforma. No tiene sentido que el capitalismo estatal siga reinando al sur de Río Grande después de haber sido abandonado en el mundo comunista. Elementos claves de un programa así son la privatización, la libertad de flujos de capital y una menor presión fiscal. Resumiendo, los Gobiernos latinoamericanos deben comprender que sólo puede justificarse una mayor intervención de Estados Unidos en el contexto de una reforma económica estructural y genuina y de un sistema creíble para pagar meticulosamente el servicio de la deuda actualmente reducida.

La coincidencia histórica y la cercanía geográfica se combinan para hacer de México un ejemplo. EE UU y América Latina pueden felicitarse de que el primer cambio de Gobierno de las masivas transformaciones que se perfilan en todo el hemisferio haya llevado al presidente Salinas al poder en México. Ningún otro dirigente latinoamericano comparte con el mismo grado la preferencia estadounidense por una economía de mercado, por el capital privado y por las soluciones en términos de cooperación. Además, con su predecesor, Miguel de la Madrid, México experimentó el mayor récord sostenido de reformas económicas de todos los países latinoamericanos. Solucionar el problema de la deuda mexicana exige especial prioridad debido a la combinación de una serie de factores: una frontera común de 2.000 millas, millones de mexicanos que han emigrado a Estados Unidos y la crisis de Centroamérica.

Modelo de relaciones

Las relaciones entre México y EE UU podrían constituir un modelo para negociar con los demás países a medida que se vayan formando los nuevos Gobiernos. En la práctica, esto significa dar prioridad al progreso de las relaciones con México durante los primeros meses de la Administración Bush.

Es mucho lo que se juega en .el hemisferio occidental. De la confrontación sólo saldrán perdedores. Si no se proporcionan considerables recursos adicionales a América Latina, este continente dejará de crecer. Estados Unidos perdería la oportunidad de ayudar a construir un orden mundial basado auténticamente en la cooperación y un nuevo sistema de relaciones en el hemisferio occidental. Una cumbre sería la oportunidad de abandonar posturas atrincheradas. Pero, sea cual sea el foro, el reto más urgente con que se enfrenta la Administración Bush es revitalizar sus relaciones con nuestros vecinos del Sur.

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