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Parodia y pudor

Es casi seguro que Eduardo Mendoza sea nuestro mejor novelista de los últimos años, o al menos lleva camino de serlo. En realidad empezó a serlo ya en 1975, cuando seis meses antes del acontecimiento que marcó aquel año crucial -la muerte de Franco- publicaba una novela sorprendente, realista y paródica, de una extraña sabiduría, La verdad sobre el caso Savolta. Allí empezó todo.Había que haberlo visto, desde luego, en aquellos mismos momentos. Es curioso que los críticos literarios lo vieran casi en seguida, pues concedieron su premio -el Premio de la Crítica, a veces tan denostado como quienes lo conceden- a La verdad sobre el caso Savolta. Once años después, peor lo tuvo el jurado del Premio Nacional de Literatura, donde otro digno narrador, Luis Mateo Diez, se alzó con el santo y la peana, frente a la división habida entre los partidarios de El testimonio de Yarfoz, de Rafael Sánchez Ferlosio, y esa excepcional La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza.

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Pero al final todo da igual, pues de aquellos tres libros involuntariamente enfrentados fue La ciudad de los prodigios el que triunfó de manera aplastante tanto ante la crítica como ante el público lector. Con esta su cuarta novela, Eduardo Mendoza se puso definitivamente en cabeza del nutrido pelotón de los nuevos narradores españoles, y ahí se mantiene desde entonces.

Pasmosa habilidad

Entre La verdad sobre el caso Savolta (1975) y La ciudad de los prodigios (1986), Mendoza nos concedió dos breves relatos en apariencia menores, pero que son dinamita: El misterio de la cripta embrujada (1979) y El laberinto de las aceitunas (1982). Dos novelas de sencilla superficie con las que se acercó a un supuesto subgénero muy de moda estos tiempos, el de la novela negra. En realidad utilizaba las técnicas del género con pasmosa habilidad, con un evidente sentido del ritmo y derrochando humor a manos llenas.

En Savolta, lo parodiado era el género folletinesco decimonónico. En La ciudad de los prodigios, lo histórico, lo mítico y lo legendario llegan vueltos del revés, como una advertencia profunda a favor y en contra de una ciudad -Barcelona- y una sociedad donde se entremezclan el triunfalismo y el Titanic, como dijo en cierta ocasión su vecino y amigo Félix de Azúa, otro lúcido en acción. Eduardo Mendoza nos enseña las vueltas de Barcelona, con un humor, parodia y ternura que nos llegan desde Cervantes hasta nuestros días. Es un gran profesional, parsimonioso y tan discreto en su deliberado apartamiento de las ceremonias públicas como explosivo en su obra. Pues, para que sea creador, el humor debe venir traspasado de pudor. ¿Es el primero? Acaso sí; pero por este camino el año que viene podríamos elegir a Cervantes.

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