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Tribuna
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¿La huelga crea empleo?

La euforia que suele preceder a los días navideños nos la han cambiado este año, y parece que irremisiblemente, por un clima de estupor, malestar, inquietud e incertidumbre. Las centrales sindicales han convocado un paro o huelga general para el próximo día 14 que, de llevarse a cabo, sería la primera realizada en España desde la instauración del sistema democrático en 1977. Ante un hecho de tamaña importancia, cualquier ciudadano, sea cual fuere su oficio, tiene la obligación moral de hacer oír su voz, tratar de aportar un poco de cordura y llamar a la responsabilidad frente a una situación que desborda los ámbitos sociales, políticos y económicos, convirtiéndose en un gravísimo escollo para el presente y el futuro de España. Porque una huelga general ya no es sólo problema de un Gobierno, de un sindicato o de un determinado partido, sino algo que afecta, y muy profundamente, a los intereses generales del país.En el terreno de los puros principios, cuyo olvido nos hace a menudo perder el norte, una huelga general no puede ser nunca la solución ni el camino adecuado para resolver las cuestiones en un sistema democrático ni para alcanzar cambios de rumbo en la política económica de un país. Las elecciones y el Parlamento son las vías propias, instituidas por la democracia, para propiciar la discusión, el entendimiento y la toma de las decisiones que se estimen convenientes. A estos efectos, la huelga sólo sirve para crispar los ánimos y dificultar, cuando no impedir, el necesario diálogo.

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Comenzar el despegue

Sentado este criterio, parece preciso señalar que la convocatoria de la huelga general se nos presenta como una desmedida reacción que no se apoya en ninguna realidad económica evidente que justifique su necesidad. La economía española, y pese a todos los problemas latentes, ha comenzado su despegue y crece a un ritmo superior a la del resto de los países de nuestro entorno. Esto, entre otras cosas, está permitiendo crear empleo por primera vez en seis años, según reflejan todos los indicadores disponibles. Por otra parte, la convocatoria de esta huelga general tampoco ha ido precedida de un clima de progresivo deterioro de la paz social que hubiera convertido en inevitable el estallido de las relaciones laborales en las empresas. Muy al contrario: la conflictividad laboral en el sector privado ha disminuido espectacularmente en los dos últimos años, para bien de todos. Por tanto, con una economía nacional en franca recuperación y una situación laboral de notable paz social, los objetivos que persigue la huelga no se perciben muy claros por esta vía.

La apelación a mayores incrementos salariales y al Plan de Empleo Juvenil como razones justificativas de la huelga tampoco parecen sustentarse en criterios económicos suficientemente sólidos. Porque, como demuestra la experiencia económica internacional, avalada por los informes más solventes, entre ellos los de la OCDE, los incrementos salariales situados por encima de la productividad y de la evolución de los precios, como los que reivindican los convocantes, generan inexorablemente inflación y paro. En lo que se refiere al Plan de Empleo Juvenil, con todos los defectos que pueda tener cualquier proyecto, siempre discutible y siempre mejorable, está fuera de duda que permitirá incorporar al mercado de trabajo a muchos millares de jóvenes, que sin él seguirán en el paro.

Pero si todo apunta a que las razones socioeconómicas de la huelga no están suficientemente justificadas, sí que aparecen, y éstos con nítida claridad, algunos de sus perniciosos efectos sobre la actividad económica de nuestro país. En primer lugar, los propios de su simple celebración: disminución de los ingresos de los trabajadores, pérdida de la producción nacional, etcétera. En definitiva, empobrecimiento relativo para todos. En segundo lugar, va a crear desconfianza sobre la futura estabilidad social de] país en todos los inversores, y de manera particular en los exteriores, que, ante esta insólita y desmesurada forma de mostrar disconformidades, se mirarán muy mucho sus presentes y futuras actividades en España. Y, por fin, es inevitable que se lesione el clima de paz social que habíamos ido conquistando, entre todos y con enorme esfuerzo, a lo largo de la última década.

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Otros dos factores añaden oscuridad a la convocatoria de huelga general: la autenticidad del respaldo de los trabajadores a este paro y la función de los sindicatos en una economía moderna. Porque no olvidemos que los trabajadores no han sido consultados si desean o no acudir a la huelga, y que tampoco los propios líderes sindicales tienen una postura unánime al respecto, como lo están demostrando los últimos acontecimientos. Por otro lado, las organizaciones sindicales en España parece que no acaban de encontrar el lugar ni cumplir el papel que sus homólogos europeos desempeñan en sus respectivos países, y que se sintetizan en cuatro reglas: profesionalización, participación, apoliticismo y prestación de servicios.

Ciertamente, y con independencia de los argumentos esgrimidos, las centrales sindicales están en su derecho de ir a la huelga, amparadas por la Constitución. Pero la situación creada plantea al Gobierno varias obligaciones ineludibles: la obligación de cumplir ya el mandato constitucional de elaborar una ley de huelga; el deber de garantizar el día 14 el derecho, también constitucional, que tienen todos los ciudadanos que deseen acudir a su trabajo, y, por último, el riguroso mantenimiento del orden público y la protección de las personas y de los bienes ante posibles desórdenes.

Los españoles, se ha dicho hasta la saciedad, hemos demostrado a lo largo de esta última década un enorme grado de madurez para hallar las adecuadas soluciones a los complejos y sucesivos desafíos a los que España se ha ido enfrentando. Hemos apostado por la vía del diáloago como método de convivencia nacional y de resolución civilizada de los conflictos, y hasta ahora lo habíamos venido consiguiendo con notable éxito.

Por ello, introducir ahora la fuerza en la calle como un instrumento de toma de decisiones colectivas supone, cuando menos, un puro anacronismo, una vuelta a tiemipos pretéritos e indeseables, in procedimiento antagónico con la esencia de una sociedad madura y de una economía libre y próspera. Cualquier razón política, por importante que se nos quiera presentar, no puede poner en peligro lo que tan trabajosamente hemos ido consiguiendo. Al final, sólo unos pocos salen ganando en el río revuelto de las turbulencias sociales, mientras que la inmensa masa de ciudadanos es la que, en definitiva, paga, y bien caras, las consecuencias. Por eso, y como un Juan Español cualquiera, estoy en contra de la huelga. Y por otra razón más: porque, desde luego, para lo que nunca servirá una huelga general es para crear empleo, que es lo que España necesita.

Adrián Piera es presidente del Consejo Superior de Cámaras Oficiales de Comercio.

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