Las vacaciones de la literatura
Siete autores enfocan de diversa forma su tiempo de descanso
Camilo José Cela, en Finisterre; Gonzalo Torrente Ballester, en Pontevedra; Fernando Savater, en San Sebastián; Rafael Alberti o Antonio Muñoz Molina, en El Puerto de Santa María; Julio Llamazares o Juan José Millás, en villas del interior... "Los conozco bien", opinaba en estas mismas páginas el premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez de los escritores: "Boca arriba, tumbados en la playa, continúan trabajando como burros". Qué es lo que hacen estos escritores en vacaciones: ¿descansan o continúan escribiendo?
Será porque no va a la playa, pero Julio Llamazares, -por empezar con la nueva hornada-, que veranea en un pueblo leonés, asegura que "yo cuando escribo no vivo y cuando vivo no escribo", tocándole a eso último ahora rigurosamente el turno.Siendo más bien un memorión de la nieve, concibe el verano como "la dejación de toda responsabilidad, incluso literaria. Alguna vez me he traído la maleta cargada de tacos de papel, pero luego no he podido escribir una sola línea. Nunca he escrito en verano ni siquiera una acotación, una idea, nada. Yo llego, miro el campo y me digo: "Tienes un año más tú, y uno menos el paisaje", y simplemente eso, miro y a vivir. Otra cosa es que, al retornar, vuelvo con una poderosa sensación de haber cargado las pilas".
Una saga-fuga constituye, asimismo, los veranos para Torrente Ballester, quien recuerda dedicarlos "de siempre" a "no hacer nada". Literalmente, "de lo único que me ocupo es de descansar del invierno". Él, que se ha reconocido siempre "muy ordenado como profesor y muy desordenado como escritor -de hecho, sólo he escrito cuando he tenido ganas-", opina que los móviles para sentarse a escribir "no tienen que ver nada con el tiempo ni con el espacio. "Dese usted cuenta que con el verano gallego nunca se sabe la temperatura que va a hacer mañana", dice, mientras explica que en esa misma casa suya en que veranea sí ha mantenido una constante actividad en otras temporadas.
Este reconocimiento progresivamente extendido hace agua, al parecer, con aquella ancestral suspicacia del estudioso del lenguaje Roland Barthes: "El escritor que no hace nada en sus vacaciones, Io confiesa como una conducta auténticamente paradojal, una hazaña de vanguardia que sólo un espíritu fuerte puede permitirse mostrar. Con esta última baladronada se hace conocer que es absolutamente "natural" que el escritor escriba siempre, en cualquier situación".
Fernando Savater, por su parte, es consciente de que, sentado en meyba al borde de una ordinaria cerveza en un chiringuito de La Concha, pueda ser objeto de una relativa fetichización. Habrá quienes consideren que eres un escritor popular porque has salido en televisión, pero está claro que lo popular no es el escritor, sino sólo la televisión". Piensa que esa mistificación retratada por Barthes tiene y carece de sentido, a la par, tanto hoy como entonces. Es algo que se produce cada vez más "sólo a ratos, y, desde luego, la concepción de la escritura como una suerte de sacerdocio, que es algo de lo que estoy curado, vamos, desde que tengo 20 años", asegura, "queda cada vez más relegada para sí mismo en exclusiva a quien la padezca".
Por lo que le toca, este verano ha hecho una excepción con su tónica general de reservarlos para crear la ficción aplazada durante el curso. Su compromiso de entregar próximamente a una editorial el manuscrito de un ensayo, le ha quitado lo propiamente literario este agosto.
Rafael Alberti, que empuña un vaso y gesticula activamente, es otro que considera impropicio el estío para la escritura. "Es una estación bullanguera y llena de gente. Es una estación invasora, que lo más que le apetece a uno es dejarse llevar por el gentío. Para crear en verano hay que aislarse mucho..., aunque ¿cabe más aislamiento que el que me ocurrió a mí un verano: 23 días prisionero en la isla de Ibiza, que fue cuando escribí El trébol florido?". Que sea impropicia no quiere decir que no haya escrito pilares de poemas que "se ve que son en verano".
Golpes fuertes
"El invierno en Lisboa [último Premio Nacional de Literatura y último de la Crítica], como su nombre indica, ha sido escrito en invierno", apunta Antonio Muñoz Molina, que aprovecha conscientemente su temporada en El Puerto de Santa María para "pergeñar" su próxima novela. Ahora se muestra mucho más dispuesto a ensuciar borradores que a averiguar acabados. "Lo que te aporta el verano es todo un material inconsciente que va a funcionar, muchas veces, como revulsivo contra proyectos que creías tener claros. Para verano son los golpes fuertes, las distorsiones que te hacen madurar lo que ibas a escribir, conduciéndote por nuevos derroteros. Pero esto, a lo mejor, no se traduce hasta el otoño porque, a efectos materiales, el verano puede ser muy esterilizador. Es después cuando escribo: el fresquito me reaviva", explica el escritor granadino.A Juan José Millás le parece un fructífero ejercicio pasar los recurrentes invernaderos urbanos de sus novelas por el tamiz del campo en el verano. Pero lo que se le ocurre sobre todo, en la localidad serrana en que pasa la temporada estival, son "cuentos y relatos cortos". También situaciones muy primitivas para futuras novelas o bien resoluciones últimas para tramas en avanzado estado de composición, nunca el grueso. Yo leo infinidad en estos meses, todo lo amontonado durante el curso". Como le ocurrió el verano de 1986 con El desorden de tu nombre, considera que esta época es propicia "para hacer lo que los guionistas de cine llaman sacar un elefante de la bañera: hallar una salida a un punto conflicto de la trama".
Babelia
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