La sección competitiva tuvo un mal principio con el filme suizo 'Happy end'
Con la presentación de la película suiza Happy end, de Marcel Schüpbach, el festival ha abierto la sección competitiva, y ha sido un mal principio. Happy end es una obra muy años sesenta en la que el cierto talento narrativo que puede advertirse está al servicio de la vaciedad. Este filme es el primero de los 16 que compiten por el Premio Europa, que, al margen de¡ mayor o menor prestigio que puede llevar aparejado, comporta la entrega de 200.000 ECU (unos 30 millones de pesetas) para a ser invertidos en un próximo proyecto.
Si hasta ahora el tono del festival venían dándolo los actos paracinematográficos que lo rodean -exposiciones, fiestas, montajes arquitectónico-escultóricos, etcétera-, amen de las pocas cintas proyectadas fuera de concurso o en otras secciones, ahora toda la responsabilidad recae sobre las películas, sobre la calidad de la selección. De ello depende, en gran medida, que el brillante despliegue de actividades paralelas no decaiga y, sobre todo, continúe teniendo sentido.Si el año anterior el tono medio de la competición fue muy bajo, esto quedaba excusado dadas las premuras de tiempo con que el nuevo equipo tuvo que poner a flote el invento, reciclando una moríbunda Setmana -huérfana de dinero y espectadores- en un festival que convoca multitudes y dispone de un presupuesto estimable. Sin embargo, este Happy end con el que se ha roto el fuego no ha sido una feliz obertura.
Se trata de la historia de dos personajes, una cleptómana y un agente de bolsa, ella siempre deseosa de ir más allá, él desorientado desde que le abandonó su esposa. A partir del momento en que se encuentran inician una fuga que acabará trágicamente, algo tan previsible como el godardismo de muchas de las actitudes de los protagonistas o como esa pretenciosa y reiterada atracción por el abismo que dicen sentir. Schüpbach, que comienza con un plano copiado de Marnie para luego olvidarse de Hitchcock y contarnos una pasión que se quiere más física y desesperada, desprovista del atractivo morboso del robo como secreto compartido, ha rodado una obra muy de años 60, en la que cierto talento narrativo está al servicio de la vaciedad.
El mal sabor de boca dejado por el pobre arranque del concurso lo ha compensado Peter Greenaway con su brillante y hermosa Drowning by numbers, un juego en el que se entremezclan la rigidez de una estructura serial con la irrupción de elementos imprevisibles, en este caso unos crímenes cometidos por mujeres que remiten a la ya conocida misoginia del cineasta.
En la misma línea que los anteriores largometrajes comercialmente estrenados entre nosotros, Drowning by numbers testimonia que la fórmula Greenaway está lejos de agotarse y que de su obsesión por los planos organizados alrededor de un eje de simetría evidente, por inventariar todo cuanto ve o sucede, buscando en la estadística una seguridad que el azar y el hombre han de dinamitar, pueden ir surgiendo otras ficciones igualmente irónicas y divertidas.
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