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100 años de la Exposición Universal de Barcelona

Rius i Taulet hojea un libro voluminoso encuadernado en piel granate, letras de oro, que le ha regalado, no obstante su fama de persona ahorrativa, Manuel Girona. El libro viene lleno de estampas de carácter religioso, y en el texto abundan las citas en latín y las palabras en griego. Rius i Taulet no se deja intimidar. No habría sido cuatro veces alcalde de Barcelona si fuera pusilánime. Si Manuel ha hecho el gasto, me lo he de tragar cueste lo que cueste, dice. Siempre ha sido así este alcalde: un hombre de temple. Una vez, a solas en su despacho, trató de enderezar una herradura de caballo con las manos. En el circo Ecuestre de la plaza de Cataluña había visto a una mujer forzuda, llamada Fraulein Mimí, hacer esto y cosas aun más difíciles. Ál entrar repentinamente en el despacho dos regidores encontraron al señor alcalde al borde de la apoplejía, los ojos fuera de las órbitas, el cuello, las mejillas y la frente color de berenjena. Estupor de los regidores. No ha sido nada, no ha sido nada, dijo el alcalde con una brizna de aliento, escondiendo la herradura entre los pliegues de la levita.Ahora lee: "El año 1462, el Senado de la República de Venecia dio órdenes a los almirantes y capitanes de su flota para que, 'con toda cautela y sin ningún tipo de violencia', se apoderasen de la cabeza de san Jorge, la cual, una vez obtenida y llevada a Venecia, fue depositada en la iglesia llamada de San Giorgio Maggiore". Un hecho piadoso, aunque un poco macabro, piensa. Ahora lee: "Este hurto no era un hecho insólito en la Edad Media. En 1087, los ciudadanos de Bari se llevaron de Mira, una ciudad del Asia Menor hoy desaparecida, el cuerpo entero de san Nicolás. Unos años más tarde, los propios venecianos hicieron una incursión a Mira, de la que regresaron a Venecia con otro cuerpo de san Nicolás. En la autenticidad de este segundo cuerpo, sin embargo, nunca creyó nadie: desde entonces y hasta el día de hoy, el único san Nicolás ha sido siempre san Nicolás de Bari". Se pregunta si los almogávares también cometían desaguisados de este tipo. Ahora lee: "El litigio de los dos cuerpos de san Nicolás no era trivial: tanto Venecia como Bari eran a la sazón puertos pujantes, y san Nicolás era el santo marinero por excelencia, pues había salvado náufragos de olas y tiburones y buques de irse a pique, había calmado tempestades y caminado sobre las aguas. Quizá fue la apropiación de san Nicolás por Bari lo que movió a los venecianos a procurarse la cabeza de san Jorge, un santo guerrero muy popular entonces como ahora".

El libro bajo el brazo y la vara en la mano, visita al señor obispo, le besa el anillo. Ilustrísima, dígame qué reliquias tenemos en Barcelona. El señor obispo le dice: en la catedral tenemos un trozo de la Vera Cruz, regalo del papa Benedicto de Aviñón al rey Martín, conquistador de Sicilia; un trozo de la corona de espinas; un trozo del Santo Sepulcro; un trozo de la túnica de Cristo; un trozo de la columna donde fue flagelado... El alcalde le interrumpe. Y santos, ¿no tenemos? El obispo levanta las manos y los ojos al cielo. Tenemos a santa Eulalia. Vuestra ilustrísima sabrá absolver mi ignorancia, dice el alcalde, pero santa Eulalia, ¿qué hizo? Nada, díce el obispo: se presentó voluntariamente ante el procónsul Daciano y confesé su fe: fue sometida a torturas horribles; cuanto más espeluznante la tortura, más contenta estaba. El alcalde interrumpe al señor obispo por segunda vez. Así no iremos a ninguna parte, le dice.

Buen monárquico

Desde lo alto de la torre de la Piedad contempla Barcelona a sus pies. Dentro de: las antiguas murallas se amontonan las casas y la gente. "Las casas de Barcelona", dice un informe que ha leído hace poco, "participan, en general, del defecto gravisimo de ser causa de la acumulación de gran número de familias sobre un mismo solar, con lo que la familia carece de la independencia necesaria para los actos de la vida, aumenta la densidad de población y se engendra con el mefitismo, el hacinamiento que causa o favorece el desarrollo de multitud de enfermedades de carácter transmisible, contagioso o epidémico. La densidad de población, que es de 8 habitantes por casa en Londres, 9 en Bruselas, 10 en Colonia y 11 en Montpellier y Sevilla, se eleva para el casco antiguo de Barcelona a 29". Más allá de las antiguas murallas, hasta la lade ra de Collserola, se extiende el Ensanche: una cuadrícula de campos baldíos, cubiertos de fango, llenos de moscas. La ciudad no quiere crecer. Cada día mueren en Barcelona más perso nas de las que nacen: la ciudad se quedaría vacía en poco tiempo si no fuera por la inmigración. Des de su observatorio, todos los transeúntes que llenan la Rambla se le antojan niños. Mis hijos, piensa. Como buen. monárquico, tiene un sentido paternal del poder. La Rambla se abre a la plaza de Cataluña. Allí está todavía el circo Ecuestre, donde actuaba hace ya algún tiempo Fräulein Mimí. ¡Quién sabe dónde estará ahora! A su cabeza acude el re cuerdo de san Jorge. Esto es lo que necesitamos: no mártires resignados, contentos de serlo, sino un santo guerrero, capaz de despertar el coraje e incluso la rabia de esta ciudad adormecida y amilanada. Con la vara golpea la Tomasa, la campana mayor de la catedral. El golpe apenas arranca un leve gemido de la campana, lo justo para espantar a media docena de murciélagos, uno de los cuales, atolondrado, se le enreda en las largas patillas. Pájaros de mal agüero.

En el Consejo de Ciento medio vacío, Rius i Taulet lee fragmentos del libro que le regaló Manuel Girona. El año 1461, dice, el duque René de Anjou ofreció al capítulo de la colegiata de Nancy una reliquia consistente "en l'os d'une des cuisses de saint Georges despuis le haut jusq'au genoil". Esta reliquia, continúa diciendo, iba encerrada en un cuissal falt à la forme et semblance de la cuisse d'ung homme armé, assise sur ung carreau d'argent armoié de ses armes". Al levantar los ojos del libro ve que casi todos tienen los suyos cerrados y el dedo metido en la nariz. No se atreve a hacer su propuesta: quizá un convento arruinado nos vendería un trocito de san Jorge... Comprende que EL finales del siglo XIX, los santos ya no interesan a nadie.

Los cuatro jinetes

En el despacho recibe la visita de un hombre que viene recomendado por Manuel Girona. ¿En qué puedo servirle? Señor alcalde, dice el desconocido, vengo a proponerle hacer una exposición universal en Barcelona. ¿Una qué? A medida que el hombre habla siente que el corazón le palpita con fuerza. Le parece que el corazón golpea la herradura que siempre lleva en el bolsillo del chaleco.

Responsabilidad y, ajetreo. Para coordinar las tareas se crean comités de gestión, comités consultivos, comités de supervisión y comités de enlace entre unos comités y otros. Antes de empezar las obras, y sin que nadie sepa cómo, ya se ha agotado el presupuesto. Una mañana, sin previo aviso, los cuatro jinetes del Apocalipsis municipal (la especulación, la incompetencia, el oportunismo y la mangancia) llegan al fielato. Desconcertado, el guardia simula no haberlos visto. En la ciudad, los cuatro jinetes alquilan un piso cerca del Ayuntamiento.

Algunas voces disidentes: a) el que podamos hacer una cosa no significa que la tengamos que hacer forzosamente: la eficacia no debe rebasar los límites del sentido común; b) la solución de nuestros problemas no es ésta sino el fin de una situación política irregular que dura desde hace siglos y que no se arregla haciendo títeres; c) nos gustaría que, al menos una vez, los criterios de lo que ha de ser el progre so y el desarrollo de la ciudad los decidiesen los ciudadanos y no el señor alcalde, sus amigos y los cuatro de siempre. Un poco de polémica nunca viene mal, y a la hora de la verdad, todo el mundo calla para no parecer colaboracionista. Rius i Taulet se dispone a exponer la situación al pueblo. Hemos estirado más el brazo que la manga, le dirá, pero Barcelona se merece este esfuerzo y más. Lo piensa dos veces. No sé cómo se lo van a tomar, le dice a su secretario. La gente no es tonta, señor alcalde, dice el secretario. Nunca he dicho lo contrario, exclama el alcalde en colerizado. Por suerte, se produce un escándalo que distrae la atención de los ciudadanos: en la Barceloneta ha sido detenido un pervertido. En pocas horas todo se aclara: era Narcís Mon turiol, que, con miras a probar su nave submarina, merodeaba por las tabernas del puerto reclutando una tripulación de jorobados. Le dan un premio honorífico y le mandan a casa. Deje los experimentos, Monturiol, que bastante trabajo tenemos ya, le dicen.

Las obras avanzan. El concesionario de los servicios de lavabos en el recinto de la Exposición tiene un sueño turbio que se vuelve macabro. Su mujer le sacude el hombro. Pere, ¿qué tienes? Nada, mujer, nada, sólo ese mandril... Rius i Taulet también tiene un sueño inquietante: en su despacho entra Fraulein Mimí llevando a cuestas un caballo sobre cuyo lomo una écuyère baila y hace volatines. El tiempo será benévolo con nosotros, dice después de desayunar. En la ceremonia, periodistas, arquitectos y un montón de autoridades locales. En cuclillas al borde del agujero donde irá la primera piedra, que él tiene que colocar simbólicamente, deja caer la herradura al fondo del cubo horadado en la tierra blanda y salina del parque de la Ciudadela. Aquí permanecerá para siempre.

Alcalde o mendigo

Vuelve a subir a la torre de la Piedad. Ahora ya está todo hecho. Ayer Regaron a Barcelona el rey, la reina regente y las infantas; también el presidente del Consejo de Ministros y tres ministros, el duque y la duquesa de Edimburgo, el príncipe de Gales, el duque de Génova y el príncipe de Baviera, gentilhombres de corte y grandes de España. Tanta alcurnia ha enmarañado el protocolo, y ahora a él le toca ir casi a la cola del cortejo. Quizá ésta es la primera consecuencia del progreso. La torre de la Piedad ya no es el mejor observatorio de Barcelona, sino el monumento a Colón, en la Puerta de la Paz, o, en este mismo momento, el globo cautivo que se bambolea, atado a un palo, en mitad del recinto de la Exposición. Nada volverá a ser igual. Mira la ciudad que mafiana será sólo memoria y experimenta un instante de debilidad: la incertidumbre le pesa más que la esperanza. Aspira el aire húmedo y tibio del mar, y un escalofrío le recorre la espalda. Le complace pensar que de toda esta ciudad, pasada, presente y futura, él no posee un solo palmo. Tampoco tiene valores mercantiles ni ahorros de ninguna clase. El poder es el patrimonio de un político, no sus haberes. Si no fuera alcalde, no le importaría ser mendigo. A tientas baja las escaleras de caracol de la torre, sale a la calle y se pierde entre la gente.

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