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Escribir en provincias

Si escribir en Madrid es llorar, al decir de Larra, escribir en provincias es morirse de risa, afirma el autor de este artículo. De la risa de los demás, se entiende. De la indiferencia de los coprovincianos y de los madrileños.

Por lo que al cotarro local se refiere, más mezquino y cicatero cuanto más reducido, en el reverso de la risa y la indiferencia nos encontramos todavía con algo peor: la envidia, la pequeña envidia de los pequeños. Yo no sé si la envidia es, como tanto se ha repetido, el vicio nacional por antonomasia, pero sí tengo para mí que puede convertirse en la gran tenia, en el parásito espiritual que va robando las energías morales e intelectuales a los que, vocacional o neuráticamente polarizados hacia una actividad creadora, viven en la perspectiva no trascendida de unos horizontes cerradamente provincianos. La envidia es, cuando menos, el vicio local y provincial español. Eso de reventar en cuatro palabras modestos prestigios, trabajosamente ganados tal vez en cotidiana pugna frente al vulgo municipal y espeso, produce en algunos una fruición miope, muy superior sin duda a la de disparar a distancia, a la de rozar la piel o socavar ligeramente el pedestal de hombres públicos nacionales. No dejar títere con cabeza entre los artistas y escritores de la provincia es un objetivo decididamente más gratificante, para las escopetas aficionadas de la envidia local, que apuntar a blancos de más extendido renombre o apreciada cornamenta. La envidia de los coprovincianos resulta así, si no menos estimulante que la indiferencia, sí más irritante y corrosiva.Luego está la risa o la sonrisa capitalina (de las dos capitales editoras y literarias del país). Aquí no cabe ya hablar de envidia, o, en todo caso, los envidiosos no serían los madrileños y barceloneses, salvo que vuelva a ser noblemente envidiable para alguno de ellos ese clima "más humano y más sereno" del que hablaba el autor de la Epístola moral a Fabio y que hoy habría que buscar no ya en la provincia, sino en algún apartado y milagrosamente impoluto rincón de la provincia. La indiferencia o el silencio que pueden detectarse en los medios literarios de Madrid y Barcelona respecto a los escritores de provincias parece más bien consecuencia obvia de la atonía general y del compadreo endémico que caracteriza la vida cultural española en todos sus niveles y meridianos.

El precio

Desde luego, cualquier observador ecuánime de nuestro mortecino zoco literario no tardará en sospechar que las cotizaciones habituales de Madrid y Barcelona -no hay bolsa de Bilbao para las letras- dependen, más que de los valores, de los precios. El precio viene a ser aquí no el valor intrínseco del producto, ni siquiera su cotización real en el mercado de la oferta y la demanda editoriales, sino lo que a uno le ha costado colocarlo, traerlo de acá para allá, invitar al uno y halagar al otro, arrimarse a esta pandilla o introducirse en el cenáculo aquel. En fin, un precio a todas luces abusivo para quien haya dedicado lo mejor de su capacidad "al amargo placer de transformar el gesto / en son, sustituyendo el verbo al acto", dicho sea con versos de un poeta que huyó de la provincia, pero no ingresé nunca en esa cofradía o mercadillo del toma y daca.

De ahí que, para escritores primerizos o inéditos, quizá la mejor vía de acceso, la menos humillante y degradante, sea la de los premios literarios -la de los pocos que aún no van desvergonzadamente a la caza del gran público teleadicto y papa moscas-, de la misma manera que, para el licenciado en Letras de estos años atrás, el camino más digno para salir profesionalmente a flote, pese también a todos los pesares, no ha sido otro que el de las tan denostadas oposiciones a instituto, turno libre. Y esto era así, sobre todo y precisamente, para el licenciado salido de la facultad sin padrinos ni proclividades al brujuleo, y sigue siendo así para el escritor que vive en provincias, pues ya empezamos diciendo que escribir en Madrid es llorar, pero escribir en provincias es morirse de risa, porque empiezan por reírse de uno, antes que nadie, los mismos que lloran en Madrid, los que en Madrid escriben y en Madrid se reparten tan mezquina tarta, del mismo modo quien acostumbran ahora a repartirse -entre cuatro paniaguados- las cátedras y prebendas en tantos de partamentos de las actualmente autónomas universidades españolas.

Ahora bien, el auge de los premios literarios vino a coincidir -por inescrutables designios de la Provindencia o quién sabe si por la misma gracia de Dios acuñada en las monedas de aquel tiempo- con el de las leyes fundamentales. Hoy tenemos Constitución democrática y unos cuantos premios millonarios que se interesan por la calidad literaria y por la literatura propiamente dicha lo mismo que yo me intereso por el sexo de los ángeles o por la carabina de Ambrosio. ¿Qué camino aconsejar entonces al insobornable y ambicioso autor novel? ¿Qué puede hacer -aparte de vomitar de cuando en cuando- el cuarentón más o menos desilusionado, el recalcitrante y atrabiliario escritor de provincias?

Ambos tienen, seguramente, dos caminos (del calvario) para poder elegir. El primero bien puede ser, como nos hemos empeñado en repetir aquí, morirse de risa, de la risa de los demás, si es que vive uno pendiente de ellos. El segundo es escribir si a uno le gusta, seguir con el vicio sin esperar nada a cambio y aguardar tiempos literariamente más prósperos o algún golpe de suerte; tiempos que tampoco han de llegar ni mañana ni pasado, y golpe de suerte que, si es de mala suerte, muy bien puede alcanzarle a uno en el mismísimo colodrillo.

Residencia

Se me objetará tal vez que no se trata sólo de una cuestión de residencia y que cualquier escritor de provincias puede hoy adoptar los hábitos y procedimientos brajuleantes y capitalinos con un teléfono a la mano -a ser posible gratis- y unos cuantos viajes que efectúe al cabo del año a Madrid o a Barcelona. Y así es, en efecto. Ahora bien, si he tomado aquí como punto de referencia al escritor de provincias ha sido justamente con la intención de poner el énfasis una vez más donde el propio Larra lo puso, añadiendo tan sólo un leve matiz.

Es curioso, por cierto, y sin duda no seré yo el primero que lo haya observado, que la frase de Fígaro suela citarse mal. En lugar de "escribir en Madrid", es seguro que hemos podido leer todos más de una vez "escribir en España". Y ahí, en ese lapsus, aflora de un modo inconsciente la misma idea que yo me empeño ahora en poner de relieve. Porque si escribir en Madrid es llorar, escribir en España, en provincias, fuera de madrid (o Barcelona, añadiríamos hoy) ni siquiera es o, lo que viene a ser lo mismo, ni siquiera se le pasa por la cabeza al que hace la cita, y por eso confunde España con Madrid.

Por lo demás, casi todos los que hoy escribimos en España podemos decir que lo hacemos en provincias. Y a eso iba, sobre todo. A eso y a unas pocas conclusiones que podemos entretenernos en sacar literariamente tan optimistas como las siguientes:

1. Que intentar hacer literatura -insisto, literatura, no best-sellers- es hoy en el mundo, en la era del vídeo y del ordenador, una actividad que da casi sin excepciones para reír y para llorar (los que ríen aquí son siempre los otros, no se pierda de vista).

2. Que hacer lo mismo en Madrid, escribir en Madrid -con las nuevas consignas editoriales y con el voraz apetito de lectura que caracteriza al público español (0,4 por habitante frente a 4,7 en Suecia; dos españoles de cada tres confiesan no tocar nunca un libro, por si muerde)-, vuelve a ser hoy, si es que ha dejado de serlo alguna vez, llorar y llorar.

3. Y que escribir en provincias puede suponer desde no encontrar editor (el editor sonríe) hasta no encontrar otro público que el formado por unos cuantos amigos que, a lo mejor, al volvernos la espalda, sonríen a su vez. Y quizá uno mismo acaba también por sonreír, "por reírse de todo para no tener que llorar de todo", como el propio Larra caracterizaba su actitud en otro de sus artículos.

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