El suicidio como forma de vida
El borracho (o Barfly) se presentó sin pena ni gloria en el pasado Festival de Cannes. Pasar inadvertido es lo peor que podía ocurrirle a un filme que busca con ahínco la originalidad, la condición de raro, casi de extravagante.Llegó allí con empuje y creó expectación, sobre todo por el hecho de que bajo la película había un guión original del propio Charles Bukovski. El borracho, además, contaba en Cannes con el apoyo personal de su estrella, el famoso Mickey Rourke, que prodigó en los alrededores de la promoción del filme gestos ostensiblemente bukovskianos de estudiada exageración. Pero pese al afinado aparato publicitario que lo rodeó, la acogida al filme fue tibia y en general muy en consonancia con algunas graves deficiencias que se observan en su desarrollo.
El borracho (Bartfly)
Dirección: Barbet Schroeder. Guión: Charles Bukovski. Estados Unidos, 1987. Intérpretes: Mickey Rourke, Faye Dunaway. Estreno en Madrid: cines Bilbao, Regio, Princesa y Palacio de la Prensa.
Dos presencias y una sombra
El borracho se apoya en tres únicas presencias: la sombra indirecta de Charles Bukovski, autor del relato, del guión y del personaje central, que es como siempre, él mismo; y las directas de Faye Dunaway y Mickey Rourke. Barbet Schroeder, el director, no busca complicaciones y pretende tejer el entramado de su película sin más hilos que éstos, con un afán de sencillez que a veces deriva hacia la simplicidad.De ahí que el resultado tenga algo de colador: los hilos son ciertamente vigorosos, pero tan escasos que no bastan para dar suficiente densidad al entramado de la composición. Y ésta se despliega con exceso de linealidad a base de una sucesión de números a cargo de los dos protagonistas, y en. especial de Rourke, que hace una exagerada pero hábil y en parte excelente composición física de su personaje.
Pero sin embargo Rourke no deduce de su composición suficiente continuidad y su espectacular aparato gestual se le agota antes de tiempo. De ahí que en la mitad final decaiga mucho el interés del filme, que en la primera llegó a alcanzar bastante fuerza, gracia e intensidad.
Una película de estas características tiene inevitablemente unos cimientos frágiles. Pero éstos pueden endurecerse si los actores, en este caso sólo dos, hacen progresar al filme por sí solos, lo que no es nada fácil.
En El borracho, Faye Dunaway y Mickey Rourke se limitan a trenzar un dúo permanente, apoyados de cuando en cuando en actores-muletas que no tienen más función que la ilustrativa de los dos divos y sin otro cometido que el de pretextos ocasionales para que éstos se autodefinan por contraposición a aquéllos, generalmente mediante gags verbales. Un método de composición -no hace falta insistir en ello- muy peligroso por muy elemental, ya que todo depende de que la inventiva de los actores baste.
La inventiva de Rourke es, como dijimos, espectacular en sentido físico, pero endeble en la medida que se agota prematuramente. Dunaway, en cambio, actúa en claves menos exageradas que su oponente, pero su renuncia a la grandilocuencia le permite mantenerse entera hasta el final del filme, cuando Rourke ya está vaciado.
Algunas de las primeras escenas del dúo -comenzando por la primera, la del encuentro entre ambos- son divertidas, duras y no obstante tiernas e incluso brillantes; y hay brillantez también en otras escenas tabernarias, incluidas las dos peleas entre Rourke y el matón de barra. Aunque sólo sea por estas ráfagas, por el histrionismo controlado de Mickey Rourke y por la, en clave contraria, inteligente dosificación que Faye Dunaway hace de sí misma, la película merece verse.
Y Charles Bukovski al fondo suelta algunas de sus desquiciadas y hermosas parábolas sobre el abandono, el humor, el amor y el alcohol, cuatro ramas del mismo árbol, el suicidio, en que está encaramado.
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