Práctica del optimismo
Quisiera escribir un artículo resueltamente optimista, y no soy pionero en la materia. Se ha dicho que el optimismo es la forma más inofensiva de la imbecilidad, opinión que no podemos considerar como humillante, habida cuenta de las desastrosas consecuencias que tienen otras muchas actitudes del pensamiento humano. En cierta ocasión llegó a mis manos un ejemplar de ese periódico norteamericano que solamente publica noticias agradables. No recuerdo su título, pero era algo que se asemejaba a La Rosa del Azafrán. Su alma financiera es, o era, un multimillonario del Sur, hombre atlético y algo sordo, lo cual me parece encerrar cierto tipo de lógica interna. Algo me dice que si yo fuera rico, deportista y duro de oído también financiaría un periódico con esas características. No es el caso, y más modestamente me conformo con celebrar este año que apenas comienza y que lleva ese bonito número que es el 88. En el bingo le llaman los anteojos de Colón.
Examinando con pericia los recursos del pesimismo, Juan Cueto proponía en estas mismas páginas su actualización. Criticando formas obsoletas de la desesperanza, lo resumía en una fórmula sumamente eficaz: cuánto mejor resulta el pesimismo siendo optimista. Al principio también a mí me ha desconcertado. Aducía el provechoso ejemplo de Voltaire, pero en España ni fue volteriano el marqués de Bradomín ni ha logrado serio Paco Umbral. Yo parto de otras bases. Optimistas en España son todos aquellos que todavía piensan que el Quijote es un libro humorístico. Los pesimistas, somos todo lo contrario. La síntesis, y nuestra sana actitud ante la vida, radica en la veneración que unos y otros sentimos por Cervantes.
Yo creo que atravesamos una fausta era de optimismo adulador, con su natural efervescencia. Es cierto que con la máscara de la risa viene la de la pena. Risas y lágrimas, sangre y oro siempre han sido títulos muy socorridos por la facilidad con que pueden justificar los altibajos del temperamento. Estéticamente, el todo. vale actual equivale a un nada vale, lo que vale tanto como un juego malabar. Habría que remontar muy atrás para llegar a una época en que el artista se haya permitido mayores incoherencias y haya gozado de mayor libertad. Y no es que se confunda el culo con las témporas, como diría Cela; es que reina el optimismo.
Políticamente nos espera la halagüeña perspectiva de la integración en Europa. Recientemente he oído a Regis Debray, fatigado, lacio de bigotes, pero con la risueña satisfacción del deber cumplido, declarar que Francia ya hizo la revolución y le cortó la cabeza a un rey. Ahora que ambos países somos una democracia liberal, se me ocurre pensar que nosotros nos hemos ahorrado ese pequeño alarde. La catarsis histórica de Francia fue su revolución, de la misma forma que la catarsis histórica de España fue la guerra civil Lo cual me lleva a admitir que la cabeza de un rey pesa lo mismo que un millón de muertos. La Europa hemipléjica que heredamos de la II Guerra Mundial construye poco a poco su unidad y su felicidad, pero lo mismo que Regis Debray padece una curiosa inmovilidad en las ideas, Europa sacia la sed de su propio futuro ahíta ya de guerras y revoluciones. Todos sabemos que el bienestar de Francia depende en buena parte de lo que recauda en África francófona, donde el orden lo mantienen cuatro o cinco dictadores. Yo, no dudo de que Francia haya hecho ya su revolución, pero si yo fuera negro, congoleño y volteriano abrigaría la esperanza de asistir algún día a la ejecución de¡ presidente Mobutu Sese Seko, y ello no dejaría de tener alguna influencia sobre la economía francesa, y quizá sobre las ideas de Debray, que en la cúspide de su carrera parece opinar que la historia, al mismo tiempo que su ambición, se ha detenido. Mi optimismo me lleva a pensar que Europa es consciente de esos desequilibrios. y los resolverá con otras medidas que enviando sobrantes de mantequilla y leche en polvo en caso de catástrofe natural superior al millar de víctimas. De otra forma Europa limita en aquel sur con otro futuro menos prometedor. Pero ya veo que me alejo de mi intención declarada en las primeras líneas de este artículo.
En términos de política interior soy optimista en cuanto a la solución del problema vasco a largo plazo, optimismo que ya sé que no compromete a nada. En el terreno social, mi optimismo consiste en imaginar el altísimo nivel de vida de que disfrutan los ciegos de España, a juzgar por los ingresos diarios que realiza su organización nacional. Viven en suntuosas mansiones con toda clase de comodidad es y lujosísimas bibliotecas en Braille, ese sistema táctil y sensual de percibir lo escrito. La misma ola de optimismo desbordante me hace pensar que semejantes organizaciones loteras se extenderán sucesiva mente a otros gremios, de forma que poco a poco, por ese original mecanismo de justicia distributiva, todos gocemos, desde los fontaneros a los escritores, de las mismas elevadas rentas que los ciegos. Me hago a la idea que entonces, como el millonario americano, todos podremos fundar todo tipo de periódicos. De momento, y mientras se realizan tan prometedores augurios, he puesto en marcha un optimismo más personal, más eficaz también, y he de confesar que más sólido. Consiste en decir a mis amigos a cierta hora del día en la barra de un bar: qué buena está esta cerveza. Y algo más sorprendente: constatar qué amable es este taxista. Y otra cosa de mayor intensidad: qué bueno es estar vivo un día como hoy. El problema es saber si tal estado de espíritu puede durar todo el año sin demasiadas complicaciones. No lo sé. Por si acaso sólo dura un día voy a bajar al cupón a jugar el número 15. En el bingo le llaman Lolita, la niña bonita.
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