Impresión de Chile
En España tendemos a proponer nuestro modelo de transición a la democracia como un modelo de validez universal, pero lo cierto es que todos los casos son distintos. Una visita a Chile basta para hacernos comprender en seguida que también allí las cosas son y van a ser muy diferentes. En España la transición a la democracia no se concretó hasta después de la muerte de Franco. En Chile el general Pinochet sigue ahí y el problema principal es cómo desalojarlo del poder. En España tuvimos un factor de estabilidad importantísimo, que fue la Corona. En Chile no tienen nada parecido. En España la dictadura duró 40 años y las generaciones que protagonizaron la transición fueron básicamente generaciones nuevas. En Chile todo es muy reciente y no sólo muchos protagonistas políticos de antes del golpe y los autores del golpe son los mismos, sino que las persecuciones, las torturas, las ejecuciones, las desapariciones, son hechos recientes o están todavía a la orden del día, con nombres y apellidos concretos detrás de cada episodio de la tragedia. Y así podríamos seguir.La sensación que produce Chile bajo la dictadura militar es en todo caso muy compleja. Después de una primera fase de terrible brutalidad represiva y de política económica neoliberal a ultranza, las grandes movilizaciones populares de 1983 obligaron a la dictadura a reconocer algunos espacios de libertad a la oposición democrática. Los partidos políticos no son legales en sentido estricto, pero algunos gozan de bastante margen de maniobra y de presencia pública, como la Democracia Cristiana y los socialistas, y otros, como los socialistas de Almeyda y los comunistas, consiguen tener también un cierto margen de acción pública, aunque mucho más limitado. Se publican incluso dos diarios y algunas revistas de oposición y existen algunas emisoras de radio claramente opositoras, aunque con grandes dificultades económicas y permanentes amenazas disuasorias sobre los posibles anunciantes. En la Universidad, las listas de oposición no sólo concurren a las elecciones estudiantiles con nombres y apellidos sino que las ganan sistemáticamente. Y lo mismo ocurre en la mayoría de los colegios profesionales.
Pero al lado de esto la dictadura mantiene férreamente los mecanismos de control más importantes y practica una política represiva de carácter selectivo altamente eficaz. El número de exiliados y de presos políticos es todavía muy elevado, y aunque las movilizaciones de 1983 limitaron el alcance de las desapariciones, los secuestros y las torturas, no consiguieron eliminarlos y el régimen se encarga de demostrar periódicamente que la amenaza sigue ahí. Bien recientes son los episodios más conocidos, como los de los tres militantes de izquierda degollados y los dos manifestantes quemados vivos, pero hay otros menos conocidos en el extranjero e igualmente significativos. Cinco jóvenes militantes fueron secuestrados y desaparecieron hace algunas semanas, y unos 80 actores fueron amenazados de muerte por comandos parapoliciales. Se trata, en definitiva, de una represión más selectiva, menos espectacular que la de los primeros años pero igualmente eficaz, pues ha conseguido crear un clima de terror difuso, algo así como la sensación generalizada de que si uno no se mueve es probable que no le pase nada, pero que si se mueve puede pasarle de todo, especialmente si es de izquierda. Basta visitar la Vicaría de la Solidaridad del Arzobispado de Santiago para percibir la auténtica dimensión del drama y de las dificultades con que chocan los defensores de los perseguidos, verdaderos héroes de la lucha por los derechos humanos.
Esta represión es completada con otros mecanismos igualmente eficaces. Uno de ellos, evidentemente, es el control absoluto de los diversos canales de televisión. Como ejemplo -que además nos concierne- baste citar que el señor Ricardo de la Cierva estuvo recientemente allí y le dieron todas las horas de televisión que quiso para que, como historiador español, explicase a los chilenos lo contentos que tenían que estar con el general Pinochet y lo terrible que era vivir en España bajo el implacable imperio marxista del PSOE.
Otro mecanismo decisivo es la concentración de todo el poder ejecutivo y legislativo en manos de la cúpula militar. El poder legislativo, por ejemplo, está en manos de la Junta Militar, la cual ha llegado a restablecer el sistema de las leyes reservadas o secretas propio de los antiguos regímenes absolutistas y utiliza su poder legislativo incluso para ir cerrando día a día los resquicios legales que los abogados defensores de los perseguidos van encontrando en la práctica.
Pero más allá de todo esto sería imperdonable no percibir que, al igual que todas las demás dictaduras conocidas, la dictadura militar chilena no se basa sólo en la fuerza. Los datos económicos y sociológicos que se conocen confirman que la sociedad chilena ha experimentado cambios importantes en estos años de dictadura. La política económica neoliberal practicada por los tecnócratas de la escuela de Chicago, bajo la tutela de los militares, ha favorecido, por ejemplo, la formación de un nuevo empresariado, conectado con los grandes circuitos financieros internacionales y orientado hacia la exportación. Al mismo tiempo, importantes sectores de la clase, trabajadora han experimentado una enorme degradación de sus condiciones de vida. Centenares de miles de personas viven en condiciones tremendas, y esto provoca una disgregación social que es muy difícil de contrarrestar. Frente a la combinación de control administrativo, fuerza represiva e intoxicación televisiva, la oposición no tiene más arma que la acción cotidiana, lenta y penosa, de organizar a los vecinos en torno a sus reivindicaciones concretas o en torno a problemas generales que provocan gran malestar, como la de los deudores habitacionales, perseguidos por una inflación que les impide pagar sus deudas hipotecarias y están constantemente amenazados con el embargo y el desahucio. La distribución de la renta se ha polarizado, pues, enormemente, pero el aumento del precio del cobre y los beneficios de la exportación han permitido a la dictadura redistribuir recursos hacia algunos sectores medios, aumentando con ello la marginación social de los más desfavorecidos. Los efectos políticos de todo ello son evidentes. Mientras la oposición lucha por evitar la disgregación y la marginación de los sectores populares, o la exasperación violenta de algunos de éstos, detrás de la dictadura hay el consenso activo y militante del empresariado y de los sectores de renta más alta y la pasividad de importantes sectores de las clases medias, que no son especialmente partidarios de la dictadura pero no están dispuestos a jugarse la piel para combatirla a menos que existan alternativas muy sólidas y que el cambio no consista en dar saltos en el vacío ni en volver pura y simplemente al pasado.
Por otro lado, aunque con tensiones corporativas evidentes entre las diversas armas a causa del predominio absoluto del Ejército de Tierra, las fuerzas armadas se mantienen cohesionadas en torno al dictador y no han sufrido ninguna derrota exterior decisiva. Los militares no sólo ocupan los más altos cargos del Estado, sino también la mayoría de los cargos inmediatos y hasta los rectorados de las universidades. Es decir, el régimen compromete a muchos militares en la gestión diaria, y por consiguiente los corresponsabiliza de su suerte.
En estas condiciones, la tarea de la oposición democrática no es fácil. Ciertamente, la oposición se esfuerza en crear una alternativa global, y en este sentido han surgido muchas y muy importantes iniciativas, como la Asamblea de la Civilidad, la campaña por unas elecciones libres, el Partido por la Democracia, que propugnan los socialistas y otros grupos, y finalmente las diversas agrupaciones de los partidos de oposición. Pero la impresión externa que la oposición da en su conjunto -y que la dictadura se esfuerza por cultivar- es la de una fragmentación excesiva y la indefinición de un proyecto global de transición a la democracia.
Ahora mismo está planteado un reto decisivo. Es casi seguro que el año próximo se celebrará el plebiscito previsto en la Constitución de 1980 sobre la continuidad del general Pinochet como jefe del Estado. Para participar en este plebiscito es preciso inscribirse en el registro electoral, y esto no resulta nada fácil para una gran parte de la población, dispersa y fragmentada. Conseguir la inscripción de los electores que pueden derrotar a Pinochet es, pues, una tarea ingente que las fuerzas de oposición se han planteado tarde, con vacilaciones y de manera desigual. Además, no hay ni la más mínima garantía de que la oposición pueda utilizar los grandes instrumentos de comunicación -especialmente la televisión- en condiciones de igualdad, y por otro lado, el dictador está utilizando desde hace meses todos los recursos del Estado para hacer su campaña. Y por encima de todo está el problema del mensaje. La dictadura jugará la carta de la estabilidad, y la oposición deberá propugnar un no que tendrá bastantes incógnitas detrás.
Uno tiene la sensación de que entre la oposición predomina una visión o demasiado lineal o demasiado superestructural de la transición a la democracia. Con una dictadura como la actual y con una Constitución como la de 1980, que no está hecha para facilitar la transición a la democracia sino para perpetuar el autoritarismo, es seguro que la transición será muy compleja. Hoy por hoy el problema principal que tiene toda la oposición, el problema sobre el que debe concentrar todas sus energías, es cómo derrotar al general Pinochet. Pero incluso si la oposición consigue esta victoria trascendental, la transición será muy difícil, pues la oposición tendrá que negociar con la Junta Militar y pasar por fases intermedias, hoy difíciles de prever. En todo caso parece evidente que la oposición tiene que prepararse para una transición a la democracia muy complicada, que exigirá mucha agilidad en los planteamientos tácticos y mucha capacidad para evitar las divisiones ante cada uno de ellos.
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