Una gran escultora
La larga vida de Marguerite Yourcenar, que cumplió 84 años el pasado 8 de junio, acaba de extinguirse; Malraux diría que se ha convertido ya en destino. Pero, de hecho, sus lectores nunca supieron cómo, cuándo y por qué Marguerite Yourcenar se había convertido ya en eternidad hace mucho tiempo. Su lucha contra el tiempo -al que calificó de "gran escultor", en uno de sus últimos libros- desembocaba en la exaltación lúcida, serena y jubilosa de la historia, que en sus manos se acercaba hacia nosotros, hablaba de nosotros mismos a través del emperador Adriano o del almirante Zenón; no solamente era la mejor narradora histórica de nuestro tiempo, sino acaso la mejor narradora, sin más, pues hizo de sus obras un espejo en el que podíamos reconocernos.Nacida en la Bélgica francófona, hija de francés y belga, heredera de una noble familia deshecha por las convulsiones del siglo, Marguerite, Antoinette, Jeanne, Marie, Ghislaine Cleenewerck de Crayencour Cartier de Marchienne, adoptó como seudónimo literario a los 26 años, ya en su primera novela, Alexis o el tratado del vano combate, el seudónimo de Yourcenar, anagrama imperfecto de la segunda mitad de su apellido paterno.
Huérfana de madre desde su infancia -murió de sobreparto, a los 10 días del nacimiento de su hija-, siguió a su padre, arruinado, a través de una Europa en llamas durante los años de la I Guerra Mundial, que pronto le hicieron olvidar su feliz y mimada infancia belga. Sus estudios fueron intensos y brillantes, aunque siempre privados, impartidos por preceptores o por su propio padre, y pronto conoció el latín, el griego y el italiano. Escribió su primer texto a los 16 años, un diálogo inspirado en la leyenda de Ícaro, El jardin de las quimeras, cuya publicación pagó su propio padre en 1921. Al año síguiente, un volumen de versos, Los dioses no han muerto, mostraba que no se trataba de un capricho pasajero, sino de una vocación que comenzaba a brotar implacablemente.
Ella misma ha contado cómo las primeras imágenes de ese inigualable templo narrativo que son las Memorias de Adriano le llegaron en 1924. Dos años antes había sido testigo de la marcha sobre Roma de los fascistas de Mussolini, que le inspiraría después Denario del sueño, novela de 1934. En ese mismo año también, un grandioso proyecto novelesco se le deshizo entre las manos dando lugar a un conjunto de relatos, La muerte conduce el atelaje, que, después de muchos años se convertiría en Como el agua que fluye. De hecho, muchos de estos libros primeros han sido desechados por la escritora, que ha gastado gran parte de su madurez en corregir y revisar profundamente esos textos, llevada de su perfeccionismo inagotable.
Exilio
Los años de entreguerras fueron de constantes viajes por Europa, de los que quedan restos asombrosos en algunos libros memorables, sobre todo, aparte de los ya citados, El tiro de gracia, y esos poemas en prosa que son Fuegos. La II Guerra Mundial la empujó definitivamente al exilio, fijando su residencia en Estados Unidos, y a partir de 1942 en la isla de los Montes Desiertos, frente a la costa del Estado de Maine. Con su obra dispersa y bastante olvidada, vuelve al trabajo silenciosa y discretamente, para elaborar sus dos grandes obras maestras, Memorias de Adriano y Opus Nigrum, que la lanzan de nuevo a la celebridad. Y, a partir de ahí, su vida ha sido la de una combatiente tenaz, discreta y serena, pero bastante implacable, en la que ha sabido siempre conjugar los sentimientos y la razón, la objetividad del arte y la necesidad de una moral que conjugue la exaltación pagana con el sentido de la libertad y la justicia.
De hecho, su obra estalla en todas las direcciones a pesar de no ser muy abundante: cinco novelas, dos libros de relatos, tres de ensayos, dos libros de memorias familiares -El laberinto del mundo, compuesto de Recordatorios y Archivos del Norte-, seis obras teatrales y dos de poesía. También ha traducido a Virginia Woolf, Henry James, Cavafis, Hortense Flexner y canciones y poemas del negro spirituals, así como piezas teatrales de James Baldwin y Yukio Mishima. Uno de sus últimos libros es la presentación crítica y traducciones de un excepcional conjunto de poetas griegos clásicos, La corona y la lira.
Esta obra recorre toda la historia universal, desde los tiempos de Grecia y Roma has ta los del fascismo italiano, pa sando por el renacimiento ho landés y los primeros años de la reforma protestante, la España del siglo de oro -en ese asombroso relato Ana Soror- o los conflictos bélicos en la Europa oriental posterior a la revolución soviética.
Marguerite Yourcenar pue de haber sido el mayor cantero de los últimos lustros de la lite ratura universal. Ha escondido sus sentimientos hasta el paroxismo, y ha empleado todo su enorme talento en tallar con una prosa rnarmórea y flexible a un tiempo obras objetivas, perfectas, alejadas de todo sentimentalisino y subjetividad pero que nos resultan extrañamente cercanas. Ella misma, en uno de sus ensayos, describe cómo el paso del tiempo contribuye a la obra del escultor, añadiendo a la escultura otras formas misteriosas que la configuran de nuevo. Y ella resulta se precisamente, en su acerca miento a la historia, un escultor que la convierte en carne viva y próxima, sin dejar por ello de abrumarnos con el reflejo de nuestro propio rostro. ¿Cómo no ver en la historia del emperador Adriano, en ese momento en el que una nueva divinidad va a sustituir a los viejos dioses ya palidecidos, una metáfora del hombre de hoy, cuyos valores tiemblan, cambian y anuncian nuevos y misteriosos avatares?
Dignidad y discreción
Entró en la Academia Francesa con dignidad y discreción, de manera, inevitable, abriendo la puerta de la docta institución a las mujeres. Siguió viajando, superando enfermedades y revisando viejos textos, defendiendo la libertad y lajusticia, atacando sin descanso los abusos de nuestra sociedad industrial, previniendo apocalipsis, enarbolando, sin decirlo jamás, la bandera de la independencia y de la soledad.
Y se acercó a España, sobre la que dejó líneas imborrables acerca de un país que la emocionaba por "el contacto directo con la realidad, el peso bruto del objeto, la emoción o la sensación fuerte y sencilla, antigua y siempre nueva, dura o suave como la corteza o la pulpa de un fruto. Esta tierra tan celebrada sigue maravillos amente virgen de artificios literarios, y ni siquiera la afecta el preciosismo mismo de algunos de sus grandes poetas. Este suelo, del que brotaron tantas obras maestras, no se siente de entrada corno una Italia, patria privilegiada de las artes, pero la vida late en ella como la sangre en una arteria". ¿Cómo corresponder a estas palabras? Gracias a algunos traductores insignes -Julio Cortázar- o abnegados y rigurosos, como Emma Calatayud, disponemos en español de casi toda su obra. Y lo que es mejor, el público español la lee. Ya está en nosotros y nunca morirá.
Babelia
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