Hacia la contracultura constructiva
La estadística, que todo lo asola, acaba de revelar que los ocios predilectos de los vascos son, a saber, el paseo, el chiquiteo y el televisor. Deberíamos distinguir, pues, si hemos de hablar acerca de una problemática cultural global y envolvente -en plan celofán- en Euskadi, entre cultura y enculturación, o viceversa. La metafísica clínica que aflige el fin de siglo y suscita en los sujetos más que nunca el vano afán de inmortalidad, ya denunciado por Freud como principio neurótico de que sólo se mueren los demás, traduce chiquiteo por alcoholismo larvado y no tiene en cuenta sus contenidos de filosofía etérea, cruda y ritual. Es su faceta peripatética. El desplazarse de taberna en taberna, apurando, rara vez hasta las heces, un vaso de peleón, sintiéndose incrustado en esa modalidad residual del clan o bandería que es la cuadrilla, constituye un pretexto para la comunicación, prodiga rasgos de ingenio, sofismas, bulos verificables y apuestas inverosímiles. La imagen del vasco dionisiaco, que casi siempre lleva un periódico bajo la axila, muchas veces como etiqueta de identificación ideológica, se proyecta al exterior como la de un bebedor impenitente y, de por sí, ayudada por resabios foráneos de animadversión y caricatura, resulta peyorativa. Pero si contrastáramos el prototipo con su versión mesetaria habría que considerar que en el Madrid de la transmovida el ciudadano se encultura encastillándose en terrazas excluyentes, tertulias con númerus clausus y divanes para tragos largos, combinados y cócteles. Los vascos pasean más, cierto, sobre todo cuando al sol le da por salir. La frase o consigna en el cruce de personas es: "¿Qué? ¿A aprovechar?". El sol, como coartada, predispone al merodeo. A trepar por el monte. A cosechar las setas que el viento sur levanta. El paseo abona el pensamiento si se va solo, y la charla, si es en grupo. En cuanto a lo del televisor, es endémico. No hay lugar en el mundo, exceptuando tal vez los riscos donde los lamas y el yeti medran, que se sustraiga a la fascinación de la caja catódica. Pero en Euskal Herria subsiste un instinto, de asepsia que no debemos omitir, y que se produce en esos equívocos rincones de placer degustativo que son las sociedades gastronómicas, con su lastre de misoginia. Resulta que en los txokos más tradicionales, llamémosles radicales, el televisor está guardado en el trastero y sólo se le instala con ocasión de acontecimientos de índole cósmica, como el derby Real Sociedad-Athlétic de Bilbao. Y hasta aquí la enculturación.La 'autodidaxia'
En cuanto a la cultura, término vagaroso que me da reparo pronunciar, tanto en Euskal Herria como en Australia consiste en un impulso personal creativo, por un lado; una autodeterminación contempladora -auditiva, lectora, vidente-, por el otro, y una fecunda frontera donde fermente la autodidaxia. El principio combativo, activo, que palpita en los vascos hace que éstos propendan a la emulación. Por seguir con ejemplos de cultura física, téngase en cuenta que aquí el primer balón de cuero rodó por las playas hacia 1907, importado, qué duda cabe, de Southampton. Y que ahora el País Vasco exporta porteros y defensas centrales a casi toda la geografía liguera, e incluso internacional. No ha costado esfuerzo apartar los ojos de los vascos, pueblo abierto al horizonte, del ombligo propio como centro de gravedad. Como me decía en cierta ocasión el escultor Remigio Mendiburu, los vascos emígran, conciben y asimilan lejos y regresan, como los salmones, a las rías natales para desovar. Hay quien quiere ver en Oteiza un Henry Moore evolucionado, cuyos sintagmas escultóricos se traducen en memoria ancestral y figuración -transfiguración- rupestre. Allá por los sesenta y los setenta, mientras en el resto del mundo se confeccionaba un extraño gospel ateo con guitarras acústicas y nubarrones de grifa, aquí en Euskadi se esculpía con frenesí. Perduran en muchos pueblos los talleres derivados de aquel renacimiento, de aquella posmodernidad prehistórica. Entonces se tomó conciencia de que en este país se pinta desde el magdaleniense y se esculpe desde el auriñaciense. La novela existencial en euskera, cuyos exponentes más señeros son Txillardegi y Ramón Saizarbitoria, se destila, en el caso del primero de los autores citados, en el exilio europeo. Los vascos conservan una estructura muy ¡diosincrásica, pero afortunadamente son porosos y en muchos casos superan las tendencias exógenas y las particularizan lo mismo que el recipiente da forma al líquido. Se mira mucho, en este sentido, hacia Cataluña, modélica Babilonia que metaboliza tendencias y les imprime después la esencia vernácula e intransferible. El fenómeno cultural vasco hay que examinarlo e interpretarlo, como la agricultura y la sociología, en términos de minifundio. Por pueblos. Resulta arbitrario y estúpido clasificar los núcleos de población diciendo que Donostia es la cultura; Bilbao, el comercio; Gasteiz, la política, y Pamplona, la movida y el comic. Antes de caer en tamaño tópico hay que explorar las villas y constatar, para envidia de los maltratados squatters madrileños que buscan locales de esparcimiento por Lavapiés y Embajadores, que los esfuerzos de los jóvenes por conseguir sedes propias son atendidos, más o menos a regañadientes, por los concejos. De ahí la abundancia de gaztetxeak (literalmente, centros de jóvenes) en las poblaciones. Para montarse un conjunto de rock o sumergirse en el silencio vibrátil del ajedrez. He visitado muchas bibliotecas vascas y nunca faltan allí adolescentes. Algunas localidades elaboran sus propias revistas, con periodicidad irregular, pero con el aliciente de que se nutren de colaboradores locales que ocupan sus insomnios con el teclado o el bolígrafo. A este respecto debemos destacar una figura literaria desconocida en las grandes capitales y que en Euskadi, por el minifundismo antes aludido, se hace imprescindible. Me refiero a los cronistas de pueblo, que envían cotidianamente a los rotativos las noticias más destacadas de las respectivas jurisdicciones y son leídos con avidez por sus convecinos.
La música motiva mucho, asimismo, al vasco. El rock llegó tarde, pero ahora arrasa. Que existan la Orquesta Nacional de Euskadi, el Orfeón Donostiarra y la aguda afición operística de los incondicionales del Arriaga de Bilbao no impide que proliferen y triunfen los afterpunkos eléctricos, metalizados. Como todo, va por barrios. Son legión, asimismo, los grupos teatrales. Con actores que nutren después, en papeles secundarios, al llamado cine vasco (los protagonistas se trasladan a Madrid, van de vascos y fardan mogollón, salvo excepciones, como la de Patxi Bisquert). Se quejan los realizadores de falta de infraestructura para la producción. Problema en trance de resolverse una vez que los gigantescos estudios de ETB en Miramón (Donostia) suministren técnicos nacidos en el mismo plató. Siguen funcionando cineclubes en muchos municipios. Y no nos olvidemos del capítulo de subvenciones. Aquí, en Euskal Herría, como en todas partes, se depende económicamente del correspondiente Ejecutivo autonómico y de sus criterios y mecenazgos. Y también de los departarnentos, vamos a llamarlos anacrónicamente de fomento, de las Cajas de Ahorros. Revistas, exposiciones, encargos monumentales, películas, proyectos escénicos, casas de cultura, combos musicales, recitales de cantautores (de los cuales, a propósito, ha pasado olímpicamente Miguel Ríos en su historia televisada del pop reciente) y cursillos de cerámica, grabado o tapices dependen del seno nutricio oficial. Que los interesados se quejen de lo parvo y a veces voluble de esas dádivas constituye otro síntoma en contra de la fría estadística que ha motivado estas líneas. Las pulsiones del vasco son el paseo, el chiquiteo y la tele. Tal vez. Pero junto a ellas, o frente a ellas, se incardinan en el cuerpo social las mayorías minoritarias del intelecto beligerante. Quizá ocurra que la cultura, y en Euskadi menos, no puede significarse como ocio. Sino, más bien, como pasión. O como agonía en un territorio donde a las clases medías -mediocres- les fue dado el dinero antes que la condición, y ahora les han arrebatado ambas cosas. Corresponde el relevo a un lumpenproletariat estético que sobrevive, estudia y regurgita lo que el futuro conocerá irónicamente como edad de oro de la contracultura constructiva. Todo un compromiso.
Industria editorial
A todo esto, florece, mal que bien, pero pujante, la industria editorial, con nutridas escuderías de autores en castellano y euskera. Se prescinde del viejo vicio de programar el aburrimiento en lengua vasca y la amenidad en español. Se transvasa la feraz y feroz literatura oral a letra impresa. Se investiga en facultades y en el que fuera su meritísimo sustitutivo anterior a la Universidad: la Sociedad de Ciencias Aranzadi. Se alfabetiza a los adultos en euskera en las precarias aulas de AEK y en las subvenciones de HABE. Se instituyen premios de cuento, novela, poesía, ensayo y guión cinematográfico. Se concelebran festivales de jazz en Donostia y Gasteiz, sin por ello dejar de danzar en saturnal gimnástica a los sones del rythm'n'blues indígena: la tikitrixa: acordeón, alboka (especie de gaita), pandereta y batería. Bardos como Benito Lertxundi, Imanol o Mikel Laboa perpetúan en excelentes grabaciones una forma exclusiva de trovar. Kortatu, La Polla Records, Barricada, Jotakie y demás bandas de ultrasonidos disparan sus calambres en los velódromos abarrotados. Fotógrafos como Sigfrido Koch o Juliano Mezzacasa confirman una profunda sensibilidad plástica.
El homenaje a Balenciaga en Guetaria rubrica la existencia en Euskadi de centros de modas, modos y diseños. No paran tampoco los ases del tebeo: Osés, Mina, Ernesto Murillo Simónides, Harriet, Berzosa, Redondo. En la productora Jaizkibel, equipos de especialistas realizan dibujos animados. Todos los domingos hay justas de bertsolaris. Público no falta. Cada cual va a lo suyo. Sin que todos estos espectáculos les priven de pasear, de chiquitear y de relajarse ante los videoclips de la televisión vasca. Tres pecados más que los teólogos de la informática nos quieren endilgar. Por si tuviéramos pocos.
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