Culturas funerarias
Dicen las Mil y una noches que las exequias son una pompa estéril, destinada a halagar la vanidad de los vivos. El Mausoleo de Halicarnaso, presentado como segunda maravilla del mundo a la imaginación de aquellos bachilleres que iban de pantalón corto, mezclaba ya el duelo con la más pura ostentación, y el ciclópeo monumento levantado en Cuelgamuros a los caídos en la guerra civil sirve, de hecho, como panteón al principal responsable de sus defunciones. En efecto, hacia dentro caen las lágrimas sinceras, y por experiencia propia sabemos que cuando brillan como perlas en mejillas lacadas de iconos, con los fastos de Semana Santa, no es sin el concurso de mucho vino y encapuchados, vestidos con el sayal de quienes fueron otrora reos ante la Inquisición, o verdugos suyos.Pero si en algunas áreas las ceremonias fúnebres tienen mucho de ostentación, en la cuenca mediterránea rige un sistema donde el boato queda en segundo plano. Las gentes no se angustian excesivamente por ofrecer exequias humildes, mientras se asegure el cumplimiento de una necesidad todavía más básica.
Vivo ejemplo de excelencias, la alabanza del silencioso difunto quiebra de emoción algunas voces. Para el abrazo convulso hacen cola hasta los enemigos. Su reducción a cadáver ha abolido de raíz aquello que le granjeara críticas o desprecio. Mientras estaba en vida no carecía de aspectos deplorables; le faltaba esto, le sobraba aquello. Al dejar de estar vivo, como por ensalmo, brota aquello que ni sobraba ni faltaba, el individuo mismo es su plenitud, y la conciencia queda tranquilizada por esa justicia post mórtem, que a cambio del cadáver estalla en sinceros panegíricos y lágrimas.
¿Será humana, general, esa costumbre? Un repaso a la historia de España presenta una larga lista de vivos miserables y muertos gloriosos, en realidad tan larga que se aproxima bastante a la relación de los ciudadanos ilustres. Pero el fenómeno acontece con cada hijo de vecino, y en eso está lo malo, porque no se trata sólo de despreciar un talento excepcional -quizá inclinado a la arrogancia en otro caso-, sino de resentirse ante la simple viveza. También el frutero, el viajante, el taxista, la manicura y la corista cobran dignidad cuando dejan de ser, y por eso es un tópico que ta envidia constituye el vicio nacional. Todo el mundo parece estar de acuerdo en aceptarlo -siempre que todo el mundo no sea uno mismo.
El caso es que en otros sitios rige más bien lo contrario de esa espera al fiambre. En el sector que llamamos desarrollado -por ejemplo-, las sociedades se apresuran a atribuir a cada uno lo suyo desde el mismo instante en que esa propiedad se hace manifiesta: no por filantropía, sino por un complejo de actitudes que llevan a catar el fruto cuando está en sazón. Entre nosotros la cata espera al catafalco, con traje de luto, cuando un hormigueo de gusanos y moscas ha transformado los agravios en virtudes.
Velatorios
Lo curioso de la cultura funeraria nacional es que acusa a otras de rendir culto al dinero. Las viudas bien pensantes y ricas, asiduas en velatorios, se quejan de que los norteamericanos son materialistas y sórdidos, gente dominada por el tanto tienes tanto vales. En otro caso, según ellas, no caerían en la ordinariez de preguntar a cualquiera cuánto gana al mes sin circunloquios, como quien se interesa por el estado civil o la nacionalidad. Pero la dama estaba usando un tópico tan desolador como falso. En sistemas propiamente democráticos, las gentes se aproximan con el tiempo a valer lo que tienen y, por eso mismo, a tener lo que valen. Sólo en países con oligarquía vitalicia, como el nuestro, rige la tenencia sobre el valor, hasta el punto de montar comedias con pretensiones de lo contrario.Este educado desinterés coopera, por su parte, con el culto a la justicia post mórtem en mantener el inmovilismo bajo variados disfraces de cambio. El opulento se hace perdonar no siendo ostentoso, y los demás ciudadanos, alcanzando el digno cobijo del sudario. Como esperamos a las exequias para dar a cada uno lo suyo, dejamos siempre todo tal como está. Y puesto que otorgamos a muertos y agonizantes la mayor parte de los honores, el resto disponible alimenta a muertos vivientes, cuya adscripción a payasadas, demagogias o capillas disculpa el gratuito obsequio. Naturalmente, hay excepciones; pero la excepción confirma la regla.
No es, pues, la ostentación sino un sentimiento más sombrío el que sostiene nuestras culturas funerarias. En su Ética definía Spinoza la envidia como una modalidad del odio, en cuya virtud "alguien goza con el mal de otro y se entristece por su bien". Aunque nos disguste reconocerlo, es básicamente eso lo que induce a ser magnánimos con los muertos, avaros con los vivos. Y mientras le busquemos otra excusa quedará en penumbra algo que merece considerarse -junto a talleres viejos y marketings ineficacesun factor relevante en el secular atraso de este país.
Reconversión industrial, reforma de la enseñanza, dignificación de la función pública, periódica redistribución de la renta, servicios públicos acordes con la presión fiscal, equidad en el reparto de las cargas y recompensas, una Administración al servicio de los ciudadanos en vez de ciudadanos al servicio de la Administración, un Estado refractario a los privilegios, que difundiendo información promueva el autogobierno: todo eso y bastante más fue enarbolado como bandera del programa político en vigor, prometido tan sistemáticamente como incumplido. Pero los ciudadanos no deberían pensar que basta obedecer a las leyes para promover un progreso, pues antes es preciso que cada uno empiece a exigirse a sí mismo esa atención a lo general que reclama de los otros y de los poderes públicos. Una de las pruebas al alcance de todos, a mi juicio, sería empezar a llamar por su nombre -esto es, fruto de negra envidia- a cualquier variante de reparación post mórtem. Son primero los vivos, y luego los muertos, quienes merecen justicia.
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