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Tribuna:50 AÑOS DESPUÉS
Tribuna
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Dinosaurios

Julio Llamazares

Más allá del homenaje y la nostalgia, el Congreso Internacional de Intelectuales que estos días se celebra en Valencia -en conmemoración de aquel ya legendario II Congreso de Intelectuales Antifascistas, celebrado, en plena guerra civil, en la ciudad del Turia hace ahora exactamente medio siglo- está sirviendo, sobre todo, para demostrar que los intelectuales, como gremio y como casta, se han ido convirtiendo poco a poco en dinosaurios.¿Para qué sirven?

Al hilo del congreso, la escritora italiana Rossana Rossanda exponía en estas mismas páginas (Cara y cruz del compromiso, EL PAÍS del 17 de junio de 1987) su particular y ordenada visión de la evolución de la figura del intelectual a lo largo de este siglo -desde los comprometidos años de entreguerras hasta el neoliberalismo filosófico de los sesenta y setenta-, y terminaba haciéndose a sí misma dos preguntas sustanciales: "¿para qué sirve un intelectual de los años ochenta?, y, sobre todo, ¿qué intelectual?". Casi a su lado, el enviado especial de este periódico a Valencia, Vicente Verdú, parecía responderle preguntándose a su vez: "¿quiénes son los intelectuales de hoy? ¿Los maestros como Machado, los escritores, los locutores? ¿Podría decirse que los filósofos, los novelistas y los catedráticos guían hoy el pensamiento? ¿No podría ser que los nuevos intelectuales no poseen ya la fisonomía de antes, y los emergentes, si los hay, no van nunca a los congresos?".

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Las preguntas, como se ve, tiran unas de otras como racimos de cerezas sacados de una cesta en cuyo fondo alienta simplemente la sospecha de que el intelectual, como santón del pensamiento, a la tradicional usanza, ha dejado de existir. Quedan, sí, reliquias del pasado, supervivientes de una época en que el maniqueísmo ideológico y político y la radicalidad dé las opciones hacían obligada la toma de postura -mejor cuanto más clara- de quienes se creían con prestigio suficiente como para influir y conformar el pensamiento de la colectividad. Pero hoy, en una sociedad cada vez más y más atomizada, en la que la tecnología avanza por delante del propio pensamiento, y la complejidad de las ideas, por detrás de su propia capacidad de mutación, a uno se le antoja que los intelectuales, como casta y cómo grupo, se han ido convirtiendo en gigantescos dinosaurios cada vez más desplazados de los verdaderos debates de la contemporaneidad. Como señalaba el propio Verdú, citando a Peter Burke, ¿tienen algo que discutir?

Función pública

Por lo que se ve, parece ser que no. De lo contrario, no se explica el hecho de que, en todos los congresos, lo único que al final se acaba debatiendo, más allá de los problemas que afectan y preocupan a la colectividad, es la propia función pública del intelectual. O, lo que es igual, su razón misma de ser. Los intelectuales y la historia, Los intelectuales y la memoria, Los intelectuales y la crítica, títulos genéricos de algunas de las mesas de debate, ilustran claramente la situación descrita, a la vez que nos recuerdan el viejo chiste escandinavo en que se ridiculiza con crueldad el autoensimismamientó nacional de los noruegos. Tres niños -danés, sueco y noruego, respectivamente- son sometidos a un ejercicio libre de redacción sobre los dinosaurios. El danés escribe sobre la alimentación de los dinosaurios. El sueco, sobre la vida sexual de los dinosaurios. El noruego, sobre los noruegos y los dinosaurios.

Pero quizá, en el caso de los intelectuales, no se trate tanto de un problema de autoensimismamiento -ni siquiera de una cierta egolatría gremial y personal- como del miedo a enfrentarse de una vez a la verdad. Cuando alguien hablaba el otro día del intelectual colectivo como sustituto actual del tradicional intelectual individual, quizá estaba poniendo el dedo, sin saberlo, en la llaga principal de la cuestión. No se trata ya sólo de que, como señalaba Rossana Rossanda en el citado artículo, las formas ideales e ideológicas de la conflictividad se hayan suavizado y confundido, o de que la soledad de sus históricas figuras no se alza más sobre masas silenciosas y opilínidas, o de que, en fin, el núcleo del debate colectivo se haya desviado hacia otros puntos de atracción, sino de que el intelectual individual ha sido suplantado y absorbido por los medios de comunicación.

En efecto, ya no se trata sólo de pensar, sino de pensar y de saber comunicar. Ya no se trata sólo de decir, sino de ser consciente de antemano de la limitación del mensaje individual. Negarlo sería tanto como negar la propia esencia de este tiempo. Pero aceptarlo implica una gran dosis de humildad. La suficiente, al menos, como para que, en los ochenta, nadie pueda seguir considerándose a sí mismo, de verdad, un intelectual.

Julio Llamazares es novelista.

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