"Ganaron la guerra la democracia y la monarquía constitucional"
Hace 50 años, el 4 de julio de 1937, en esta ciudad de Valencia -para la que parece haber sido escrita la línea de Apollinaire: "bello fruto de la luz"- inició sus trabajos el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas. La guerra civil que desgarraba los campos y las ciudades de España se había convertido en guerra mundial de las conciencias. En el congreso que hoy recordamos participaron escritores venidos de los cuatro puntos cardinales. Muchos eran notables, algunos verdaderamente grandes; dos fueron mis maestros en el arte de la poesía; otros fueron mis amigos, y todos, en esos días encendidos, mis camaradas, Compartí con ellos esperanzas y convicciones, engaños y quimeras. Estábamos unidos por el sentimiento de la justicia ultrajada 31 la adhesión a los oprimidos. Fraternidad -de la indignación pero también fraternidad de los enamorados de la violencia. La mayoría ha muerto. Al evocarlos, trazo el gesto que aparece en las estatuas de Harpócrates, en el que los antiguos veían el signo del silencio. Callar ante sus nombres no es olvido sino recogimiento: momento de concentración interior durante el cual, sin palabras, conversamos con los desaparecidos y comulgamos con su memoria.Examen de conciencia
Casi todos los sobrevivientes, dispersos en el mundo, a veces separados por ideas diferentes, hemos acudido al llamado que nos ha hecho el grupo de escritores españoles que ha organizado este congreso. No se nos ha invitado a una celebración; este acto perdería su sentido más vivo y hondo si no logramos que sea también un acto de reflexión y un examen de conciencia. La fecha que nos convoca es, simultáneamente, luminosa y sombría. Esos días del verano de 1937 dibujan en nuestras memorias una sucesión de figuras intensas, apasionadas y contradictorias, afirmaciones que se convierten en negaciones, heroísmo y crueldad, lucidez y obcecación, lealtad y perfidia, ansia de libertad y culto a un déspota, independencia de espíritu y clericalismo, todo resuelto en una interrogación. Sería presuntuoso pensar que podemos responder a esa pregunta. Es la misma que se hacen los hombres desde el comienzo de la historia, sin que nunca nadie haya podido contestarla del todo. Sin embargo, tenemos el deber de formularla con claridad y tratar de contestarla con valentía. No buscamos una respuesta total, definitiva: buscamos luces, vislumbres, indicios, sugerencias. Queremos comprender, y para comprender se requiere intrepidez y claridad de espíritu. Además, y esencialmente: piedad e ironía. Son las formas gemelas y supremas de la comprensión. La sonrisa no aprueba ni condena: simpatiza, participa; la piedad no es lástima ni conmiseración: es fraternidad.
La pregunta a que nos enfrentamos puede formularse de varias maneras. Una de ellas es la siguiente: ¿conmemoramos una victoria o una derrota? En otros términos, ¿quién ganó realmente la guerra? No es fácil que la respuesta que demos, cualquiera que sea, conquiste el asentimiento general. Sin embargo, algo podemos y debemos decir. En primer lugar: no ganaron la guerra los agentes activos externos, es decir, Hitler, Mussolini, Stalin. Tampoco los pasivos: las democracias de Occidente que abandonaron a la República española y así precipitaron la II Guerra y su propia pérdida. ¿Ganaron la guerra Franco y sus partidarios? Aunque triunfaron en los campos de batalla, conquistaron el poder y rigieron a España durante muchos años, su victoria se ha transformado en derrota. La España de hoy no se reconoce en la que intentaron edificar Franco y sus partidarios; incluso puede decirse que es su negación. El Frente Popular, por su parte, no sólo perdió la guerra sino que muchas de sus ideas, concepciones y proyectos tienen hoy poca vigencia histórica. Entonces, ¿nadie ganó? La respuesta es sorprendente: los verdaderos vencedores fueron otros. En 1937 dos instituciones parecían heridas de muerte, aniquiladas primero por la violencia ideológica de unos y otros, después por la fuerza bruta; las dos resucitaron y son hoy el fundamento de la vida política y social de los pueblos de España. Me refiero a la democracia y a la monarquía constitucional.
¿Quiénes entre nosotros, los escritores que nos reunimos en Valencia hace medio siglo, habrían podido adivinar cuál sería el régimen constitucional de España en 1987 y cuál sería su Gobierno? No debe extrañarnos esta ceguera: el porvenir es impenetrable para los hombres. Pero en todas las épocas hay unos cuantos clarividentes. Después de la II Guerra Mundial viví en París por una larga temporada. En 1946 conocí al líder socialista español Indalecio Prieto. Aunque lo había oído vanas veces en España y en México, sólo hasta entonces tuve ocasión de hablar con él, a solas, en dos ocasiones. Prieto estaba en París, como muchos otros dirigentes desterrados, en espera de un cambio en la política internacional de las potencias democráticas que favoreciese a su causa. Yo trabajaba en la Embajada de México. Se me ocurrió que esa extraordinaria concentración de personalidades, pertenecientes a los distintos partidos políticos enemigos de Franco, era propicia para tener una idea más clara de los proyectos dé la oposición y de las distintas fuerzas que, en su interior, buscaban la supremacía. Conversé con varios dirigentes pero en sus palabras -cautas o apasionadas, inteligentes o retóricas no encontré nada nuevo: sus ideas y posiciones eran las que todos. conocíamos. No así Prieto. Durante dos horas -era prolijo y le gustaba remachar sus ideas- me expuso sus puntos de vista: el único régimen viable y civilizado para España era una monarquía constitucional con un primer ministro socialista. Las otras soluciones desembocaban, unas, en el caos civil, y otras en la prolongación de la dictadura reaccionaria. Su solución, en cambio, no sólo aseguraba el tránsito hacia un régimen democrático estable sino que: abría las puertas a la reconciliación nacional.
Anteojeras ideológicas
En aquellos años la "democracia formal", como se decía entonces, me parecía una trampa; en cuanto a la. monarquía: era una reliquia o una excentricidad británica. Las palabras de Prieto me abrieron los ojos y vislumbré realidades que: me habían ocultado las anteojeras ideológicas. Hice un resumen de mi conversación con el líder socialista, agregué una imprudente sugerencia personal: tal vez el Gobierno de México debería orientar su política española en la dirección apuntada por Prieto, y presenté mi escrito a uno de mis superiores. Era un hombre inteligente aunque demasiado seguro (le sus opiniones. Leyó mis páginas entre asombrado y divertido. Tras un momento de silencio me las devolvió murmurando: .curioso pero superfluo ejercicio literario".
La historia es un teatro fantástico: las derrotas se vuelven victorias; las victorias, derrotas; los fantasmas ganan batallas, los decretos del filósofo coronado son más despóticos y crueles que los caprichos del príncipe disoluto.
En el caso de la guerra civil española, la victoria de nuestros enemigos se volvió ceniza, pero muchas de nuestras ideas y proyectos se convirtieron en humo. Nuestra visión de la historia universal, quiero decir: la idea de una revolución de los oprimidos destinada a instaurar un régimen mundial de concordia entre los pueblos y de libertad e igualdad entre los hombres, fue quebrantada gravemente. La idea revolucionaria ha sufrido golpes mortales; los más duros y devastadores no han sido los de sus adversarios sino los de los revolucionarios mismos: allí donde han conquistado el poder han amordazado a los pueblos. No me extenderé sobre este tema: se ha convertido en un tópico de predicadores, evangelistas y nigromantes. En cambio, sí deseo subrayar que el predicamento del congreso de 1937 no es esencialmente distinto al nuestro. Sobre esto vale la pena detenerse un momento.
Hoy como ayer, las circunstancias son cambiantes; las ideas, relativas; impura la realidad. Pero no podemos cerrar los ojos ante lo que ocurre: la amenaza de la llamarada atómica, las devastaciones del ámbito natural, el galope suicida de la demografía, las convulsiones de los pueblos empobrecidos de la periferia del mundo industrial, la guerra trashumante en los cinco continentes, las resurrecciones aquí y allá del despotismo, la proliferación de la violencia de los de arriba y los de abajo... Además, los estragos en las almas, la sequía de las fuentes de la solidaridad, la degradación del erotismo, la esterilidad de la imaginación. Nuestras conciencias son también el teatro de los conflictos y desastres de este fin de siglo. La realidad que vemos no está afuera sino adentro: estamos en ella y ella está en nosotros. Somos ella. Por eso no es posible desoír su llamado, y por esto la historia no es sólo el dominio de la contingencia y el accidente: es el lugar de la prueba. Es la piedra de toque.
La historia no es otra cosa que nuestro diario vivir con, frente y entre nuestros semejantes. Vivir con nosotros mismos es convivir con los otros. Los poderes despóticos mutilan nuestro ser cada vez que suprimen nuestra dimensión política. No somos plenamente sino en los otros y con los otros: en la historia. Al mismo tiempo, vivir nada más en y para la historia no es vivir realmente. Aparte de nuestra vida íntima -que es intransferible y, me atrevo a decir, sagrada-, para que la historia se cumpla debe desplegarse en un dominio más allá de ella misma. La historia es sed de totalidad, hambre de más allá. Llamad como queráis a ese más allá: la historia acepta todos los'nombres pero no retiene ninguno. Ésta es su paradoja mayor: sus absolutos son cambiantes, sus eternidades duran un parpadeo. No importa: sin ese más allá, el instante no es instante ni la historia es historia. Desde el principio vivimos en dos órdenes paralelos y separados por un precipicio: el aquí y el allá, la contingencia y la necesidad. O, como decían los escolásticos: el accidente y la sustancia.
En el pasado los dos órdenes ,estaban en perpetua comunicación. Las decisiones que pedía el ahora relativo se inspiraban en los principios y los preceptos de un más allá invulnerable a la erosión de la historia. El río del tiempo reflejaba la escritura del cielo. Una escritura de signos eternos, legibles para todos a pesair de la turbulencia de la corriente. La edad moderna sometió los signos a una operación radical. Los signos se desangraron y el sentido se dispersó: dejó de ser uno y se volvió plural. Ambigúedad, ambivalencia, multiplicidad de sentidos, todos válidos y contradictorios, todos temporales. El hombre descubrió que la eternidad era la máscara de la nada. Pero el descrédito del más allá no anuló su necesidad. El hueco fue ocupado por otros sucedáneos y cada nuevo sistema se convirtió, transitoriamente, en un principio suficiente, un fandamento. Las doctrinas más disímbolas -incluso aquellas que explícitamente declararon ser no una filosofía sino un método- inspiraron y justificaron toda suerte de actos y decisiones temporales como si fuesen verdades intemporales.
Los dos órdenes subsisten, aunque uno de ellos, el principio rector, periódicamente sea destronado por un principio rivalLos puentes entre los dos órdenes se han vuelto apenas transitables; no sólo son demasiado frágiles sino que con frecuencia se derrumban. Ante la situación contemporánea podríamos exclamar como Baudelaire en Rêve Parisien: "¡Terrible novedad!". Él lo dijo ante un paisaje geométrico en el que se habían desvanecido todas las formas vivas, incluso las del "vegetal irregular", núentras que para nosotros la novedad es terrible porque el paisaje histórico, el teatro de nuestros actos y pensamientos, se desmorona continuamente: no tiene fondo, no tiene fundamento. Estamos condenados a saltar de un orden a otro, y ese salto es siempre mortal. Estamos condenados a equivocarnos. Quisimos ser los hermanos de las víctimas y nos descubrimos cómplices de los verdugos, nuestras victorias se volvieron derrotas y nuestra gran derrota quizá es la semilla de una victoria que no verán nuestros ojos. Nuestra condenación es la marca de la modernidad. Y más: es el estigma del inte-
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doble sentido de la palabra: marca de santidad y marca de infamia.
Mientras reflexionaba sobre este enigma, que habría apasionado a Calderón y a Tirso de Molina, pues no es otro que el misterio de la libertad, recordé las páginas indignadas que dedica Schopenhauer a Dante y al canto XXXIII del infierno. Es el canto que describe el Cocito, el círculo noveno, donde penan los traidores. Es la parte más profunda del Averno, la región del hielo. Los traidores a la hospitalidad sufren un tormento atroz: el frío cristaliza sus lágrimas y así su pena misma les impide dar rienda suelta a su sufrimiento. Llorar es un alivio, y no poder llorar es una pena doble. Uno de los condenados le pide a Dante que limpie sus ojos; el poeta consiente a cambio de conocer su nombre y su historia. Una vez terminado su relato, el desdichado le dice: "Y ahora tiéndeme la mano y abre mis ojos". Pero Dante se niega: la moral, o, como él dice: la cortesía, le exige ser villano con el pecador. Schopenhauer no se contiene: "Dante no cumple con la palabra que ha dado porque le parece inadmisible aliviar, así sea levemente, una pena impuesta por Dios... Ignoro si esas acciones son frecuentes en el cielo y si allá son consideradas meritorias: aquí en la tierra, a cualquiera que se porte así lo llamamos un truhán". Y agrega: "Esto demuestra qué dificil es fundar una ética en la voluntad de Dios: el bien se vuelve mal y el mal se vuelve bien en un cerrar de ojos". No se equivocaba Schopenhauer, pero una ética fundada en otros principios -por ejemplo: en los suyos- está expuesta a las mismas dificultades. La incongruencia nos acompaña como el gusano al fruto enfermo.
Principio inmune al cambio
Una y otra vez los filósofos han intentado descubrir un principio inmune al cambio. Creo que ninguno lo ha logrado. De otro modo lo sabríamos: sería incomprensible que un descubrimiento de esta magnitud no hubiese sido compartido por el resto de los hombres. Si las construcciones de la metafísica han probado ser no más sino menos sólidas que las revelaciones religiosas, ¿qué nos queda? Tal vez ese principio que es el origen de la edad moderna: la duda, la crítica, el examen. No sé si los filósofos encuentran pertinente mi respuesta, pero sospecho que por lo menos Montaigne no la desaprobaría enteramente. No pretendo convertir a la crítica en un principio inmutable y autosuficiente; al contrario, el primer objeto de la crítica debe ser la crítica misma. Añado, además, que el ejercicio de la crítica nos incluye a nosotros mismos. Aunque la crítica no es un principio autosuficiente como pretendían serio los de la metafisica tradicional, su práctica tiene dos ventajas. La primera: restablece la circulación entre los dos órdenes, pues examina cada uno de nuestros actos y los limpia de su fatal propensión a convertirse en absolutos o en deducciones de un principio absoluto. Una propensión casi siempre inadvertida por nosotros y que es la fuente principal de la iniquidad. La segunda: la crítica crea una distancia entre nosotros y nuestros actos; quiero decir: nos hace vernos y así nos convierte en otros -en los otros- Insertar a los otros en nuestra perspectiva es trastornar radicalmente la relación tradicional: lo que cuenta ya no es la voluntad de Dios, sea justa o injusta, sino la súplica del condenado que nos pide abrir sus ojos. Dejamos de ser los servidores de un principio absoluto sin convertirnos en los cómplices de un cínico relativismo.
El congreso de 1937 fue un acto de solidaridad con unos hombres empeñados en una lucha mortal contra un enemigo mejor armado, y sostenido por poderes injustos y malignos. Unos hombres abandonados por aquellos que deberían haber sido sus aliados y defensores; las democracias de Occidente. El congreso estaba movido por una ola inmensa de generosidad y de auténtica fraternidad; entre los escritorse participantes muchos eran combatientes, algunos habían sido heridos y otros morirían con las armas en la mano. Todo esto -el amor, la lealtad, el valor, el sacrificio- es inolvidable, y en esto reside la grandeza moral del congreso. ¿Y su flaqueza? En la perversión del espíritu revolucionario. Olvidamos que la Revolución había nacido del pensamiento crítico; no vimos o no quisimos ver que ese pensamiento se había degradado en dogina y que por una transposición moral y política que fue también una regresión histórica, al amparo de las ideas revolucionarias se amordazaba a los opositores, se asesinaba a los revolucionarios y a los disidentes, se restauraba el culto supersticioso a la letra de la doctrina y se lisonjeaba de manera extravagante a un autócrata. Olvidamos a nuestros maestros, ignoramos a nuestros predecesores. Otras generaciones y otros hombres habían sostenido que el derecho a la crítica es el fundamento del espíritu revolucionario. En 1865, para defenderse de los ataques que había desatado su historia de la Revolución francesa, Edgard Quinet escribía estas palabras, que pueden aplicarse a nuestra actitud en, 1937: "Se ha hecho la crítica del entendimiento y de la razón; ¿diréis que la hicieron los enemigos de la razón humana? Del mismo modo, si yo hago la crítica de la Revolución, señalando sus errores y sus limitaciones, ¿me acusaréis de ser un enemigo de la Revolución? Si el espíritu crítico hoy examina sin tapujos los dogmas religiosos y los evangelios, ¿no es sorprendente que se pretenda suprimir el examen de los dogmas revolucionarios y el del gran libro del terrorismo? En nombre de la Revolución se quiere extirpar el espíritu crítico. Tened cuidado: así acabaréis también con la Revolución".
Unos días antes de la apertura del congreso apareció en París un pequeño libro de André Gide, Retoques a mi regreso de la URSS. Era una reiteración y una justificación de un libro anterior en el que expresaba su sobresalto ante lo que había visto y oído en Rusia. Las críticas de Gide eran moderadas; más que críticas eran reconvenciones de un amigo. Pero Gide fue maltratado y vilipendiado en el congreso; incluso se le llamó "enemigo del pueblo español". Aunque muchos estábamos convencidos de la injusticia de aquellos ataques y admirábamos a Gide, callamos. Justificamos nuestro silencio con los mismos especiosos argumentos que denunciaba Quinet en 1865. Así contribuimos a la petrificación de la Revolución. El caso de Gide no fue el único. Hubo otros ejemplos de independencia moral. En la memoria de todos ustedes están sin duda, los nombres de George Orwell y de Simone Weil, que se atrevieron a denunciar, sin men gua de su lealtad, los horrores y los crímenes cometidos en la zona republicana. En el otro lado también fue adn-úrable la reacción del católico Georges Bernanos, autor de un libro estremecedor Los grandes cementerios bajo la luna; y más tarde, la del poeta falangista Dionisio Ridruejo.
En el congreso apenas si se discutieron los temas propiamente literarios. Era natural: la guerra estaba en todas partes Pero hubo excepciones. Algunos creíamos en la libertad del arte, y nuestras opiniones nos enfrentaban a los partidarios del "realismo socialista". Hace unos días, al hojear el número que Hora de España dedicó al congreso, volví a leer la ponencia que presentó Arturo Serrano Plaja, su autor principal, en nombre de un grupo de jóvenes escritores españoles. Ese texto fue para nosotros el punto de partida de una larga campaffla en defensa de la libre marginación. Lo recuerdo ahora porque la libertad de expresión está en peligro siempre. La amenazan no sólo los Gobiernos totalitarios y las dictaduras militares sino también, en las democracias capitalistas, las fuerzas impersonales de la publicidad y el mercado. Someter las artes y la literatura a las leyes que rigen la circulación de mercancías es una forma de censura no menos nociva y bárbara que la censura ideológica. La tradición de nuestra literatura ha sido desde si siglo XVIII la tradición de la crítica, la disidencia y la ruptura; no necesito enumerar las sucesivas rebeliones artísticas, filosóficas y morales de los poetas y los escritores del romanticismo a nuestros días. El arte que ha sufrido más por el mercantilismo actual ha sido la poesía, obligada a refugiarse en las catacumbas de la sociedad de consumo. Pero las otras formas literarias también han sido dañadas, especialmente la novela, objeto de una degradante especulación publicitaria. Ante esta situación es saludable recordar que nuestra literatura comenzó con un no a los poderes sociales. La negación y la crítica fundaron la edad moderna.
Los otros
Mis impresiones más profundas y duraderas de aquel verano de 1937 no nacieron del trato con los escritores ni de las discusiones con mis compañeros acerca de los temas literarios y políticos que nos desvelaban. Me conmovió el encuentro con España y con su pueblo; ver con mis ojos y tocar con mis manos los paisajes, los monumentos y las piedras que yo, desde la niñez, conocía por mis lecturas y por los relatos de mis abuelos; trabar amistad con los poetas españoles, sobre todo con aquellos que estaban cerca de la revista Hora de España -una amistad que no ha envejecido, aunque más de una vez haya sido rota por la muerte-; en fin y ante todo, el trato con los soldados, los campesinos, los obreros, los maestros de escuela, los periodistas, los muchachos y las muchachas, los viejos y las viejas. Con ellos y por ellos aprendí que la palabra fraternidad no es menos preciosa que la palabra libertad: es el pan de los hombres, el pan compartido. Esto que digo no es una figura literaria. Una noche tuve que refugiarme con unos amigos en una aldea vecina a Valencia mientras la aviación enemiga, detenida por las baterías antiaéreas, descargaba sus bombas en la carretera. El campesino que nos dio albergue, al enterarse de que yo venía de México, un país que ayudaba a los republicanos, salió a su huerta a pesar del bombardeo, cortó un melón y con un pedazo de pan y un jarro de vino lo compartió con nosotros.
Podría relatar otros episodios, pero prefiero, para terminar, evocar un incidente que me marcó hondamente. En una ocasión visité con un pequeño grupo -Stephen Spender, aquí presente, lo recordará, pues era uno de nosotros- la Ciudad Universitaria de Madrid, que era parte del frente de guerra. Guiados por un oficial recorrimos aquellos edificios y salones que habían sido aulas y bibliotecas, transformados en trincheras y puestos militares. Al llegar a un amplio recinto, cubierto de sacos de arena, el oficial nos pidió con un gestoque guardásemos silencio. Oímos del otro lado del muro, claras y distintas, voces y risas. Pregunté en voz baja: ¿quiénes son? Son los otros, me dijo el oficial. Sus palabras me causaron estupor y después una pena inmensa. Había descubierto de pronto -y para siempre- que los enemigos también tienen voz humana.
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