Del coso al cazo
La muerte del toro es el fin de la fiesta, pero el principio de una frenética actividad indisolublemente ligada a ella. Vencido el animal en su nobleza y domeñada su bravura en arte, le espera al toro la misma suerte que a sus congéneres mansos y domesticados: el matarife, el carnicero y el consumidor. El arrastre por el coso es su última estampa taurina. Las mulillas, a trote ligero, arrastran el animal hasta el patio donde será descabezado, desollado y descuartizado.En el coso de la plaza madrileña de Las Ventas, y bajo la dirección de un encargado, actúan con prontitud y precisión cinco matarifes, dos casqueros y un pielero. Primero se corta la cabeza al bravo animal, que una vez disecada podrá alcanzar hasta las 25.000 pesetas o más si ha sido un toro notable. A continuación se quitan la piel, las vísceras -hígado, corazón, testículos, callos, etcétera- y manos, patas, rabo, orejas... naturalmente si el torero no ha conseguido estos últimos como trofeo. Queda así el toro en canal, reducido a un 60% de su peso. Seguidamente se divide en cuatro partes, dos delanteras y dos traseras, que serán enviadas en camiones a las escasas carnicerías donde se despacha esta carne bravía, que exige una mortificación de 15 días en el cuarto frío del establecimiento dispensador.
En Madrid, por ejemplo, tan sólo puede encontrarse carne de toro en la carnicería de Cayetano Díaz (Francisco del Pino, 33), El Cordobés (mercado de Torrijos, puesto 59 y 60), carnicería Aguirre (avenida Donostiarra, 11) y algunas otras, como la de Pascual García, frente al economato de Cuatro Vientos.
Allí llegan los cerca de 2.000 kilos diarios de carne de toro procedentes de la feria de San Isidro al precio aproximado de 250 pesetas el kilo: lomo, solomillo, cadera, babilla, tapa, contra, espaldilla, aguja, falda o morcillo, que unidos a callos, hígado, corazón, lengua o criadillas, configuran la panoplia de elementos tanto de la cocina taurina como de las proteínas populares. Carne y vísceras consumidas casi exclusivamente por amas de casa que no hacen ascos a una carne roja y algo dura pero muy nutritiva o los escasos restaurantes taurinos que, como San Mamés, de la calle de Maudes; Casa Puebla, en Príncipe de Vergara, o Casa Díaz, en Ayala, aún ofrecen platos tan estimables como el estofado de toro o el rabo, aunque este último sea, la mayoría de las veces, un vulgar apéndice de choto, buey o incluso lamentable vaca. El verdadero rabo es un auténtico trofeo culinario, caso tan difícil de obtener en un restaurante como el galardón taurino en el coso. Hace falta mucha recomendación o conocer a Luis Sobraviela, propietario en exclusiva de toro muerto en el ruedo madrileño.
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