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El balcón de Alfonsín

El azar que rige tantos imprevisibles momentos de nuestra vida quiso que, tras muchós años de voluntaria ausencia, el domingo 16 de abril me encontrara en Buenos Aires, la ciudad de mi despreocupada infancia, el lugar primordial que mistificó la literatura y mi lejanía. Volvía con miedo, iba a la busca de una ciudad imposible, de una sombra fabulosa crecida en el sueño y de una sombra infernal repetida por la pesadilla de su historia reciente. Sabía que me iban a faltar personajes; la muerte se había llevado a Borges, a Mújica Laínez, a Conti, y el tiempo había intentado desdibujar escenografías antaño pomposas de las que el cosmopolitismo ciudadano tanto había alardeado. Pero volvía también exaltado, sediento de, información y de serena contemplación de un país maltratado por su propia gente, sometido a una crisis económica grave y, lo que es aún peor, a un pesimismo casi biológico de sus hombres.El pretexto de mi viaje era la feria del libro, que desde hace 13 años convoca muy cerca de los jardines de la Recoleta a un millón de personas que, con una avidez poco común en Europa, buscan un libro, concurren a conferencias y mesas redondas y reconocen a sus autores preferidos. Pero pronto ese acontecimiento cultural que parecía indicar la normalización de la vida civil dentro de una democracia nueva, pero con viejas raíces en esa tierra, se vio relegado por el alarmante ruido de sables que nos zarandeaba, primero con ambiguos pronunciamientos de indisciplina y luego con claras determinaciones subversivas. Casi cuatro años de transición democrática parecían derrumbarse la mañana del Jueves Santo, cuando el teléfono comenzó a entregarme noticias que todos creíamos eran ya imposibles. En mis conversaciones con intelectuales, con periodistas, con empresarios y políticos, había una constante: en Argentina no hay espacio para un golpe de Estado; ninguna fuerza política, ninguna institución, ningún grupo social quiere la vuelta al poder del ejército. Y había también un tímido destello de optimismo: se había conseguido renegociar la lapidaria deuda externa y un hábil giro de la política presidencial auguraba la firma de un pacto social entre el Gobierno y los sindicatos peronistas. Nadie creía que las veladas palabras de Alfonsín en su discurso de Córdoba indicaban el peligro real de una involución. Por eso el Jueves Santo dejó perplejo a la mayoría de los argentinos.

A la sensación de incredulidad sucedió inmediatamente la de indignación. No era posible que, lo que se había conseguido con tanto esfuerzo se desbaratara en unos instantes por la voluntad de unos pocos hombres que permanecían ligados a un pasado rechazado por la ciudadanía en pleno. Y curiosamente, en un país que había permanecido impasible a muchos golpes de Estado, esa indignación se hizo activa, la gente comenzó a concentrarse en la plaza de Mayo y a manifestar su apoyo a la democracia. Los medios de comunicación no fueron ajenos a la movilización popular. Los constantes llamamientos de la televisión y de la radio y, después los titulares de los periódicos de la tarde crearon un clima natural de alarma vigilante. Para los que vivimos las dramáticas horas del 23-F en España, el paralelo entre los dos hechos fue inevitable. La diferencia era, sin embargo, importante: en Buenos Aires, el Gobierno no había sido secuestrado y el pueblo esperaba de su presidente la capacidad de reacción.

La plaza de Mayo es un extraño sitio de poder. En ese recinto fundacional de la ciudad se han desarrollado todos los grandes acontecimientos históricos desde que se proclamara el primer Gobierno independiente en 1810. La casa de gobierno, el viejo cabildo colonia¡, la catedral, comparten sus límites, y a sus espaldas vigila o amenaza, según los casos, el edificio de los mandos militares. Y durante los cuatro días álgidos de la crisis, en esa plaza se agolpó la ciudad, en busca de información y ofreciendo su apoyo al sistema democrático.

Nunca me gustaron las multitudes; muy al contrarío, las rehuyo desde pequeño. Hay en la multitud un vértigo que algo de mí rechaza. Por eso la muchedumbre que se hermanó esos días olvidando el bando político al que pertenecía no era un espectáculo especialmente grato para mí.

Pero pude comprobar que no había en aquella gente ese ánimo enardecido que marca toda concentración humana, sino muy al contrario. A la plaza habían ido precisamente los que no eran sus clientes habituales, los que nunca habían sentido más que desdén por la suerte de los políticos, los que preferían enterarse de la historia por la radio.

No dejó de tener cierta emoción para un agente de la diáspora como yo ver en el balcón de la Casa Rosada al presidente Raúl Alfonsín dirigirse a esa enorme masa humana que esperaba impaciente el alivio de una buena noticia. Sus palabras entrecortadas no parecían indicarla. Y de pronto, casi teatralmente, llega su anuncio: irá él en persona a exigir la rendición de los sublevados. La multitud, incrédula, se queda en la plaza más de tres horas esperando el resultado de la gestión, y por fin recibe con alborozo la noticia de la rendición en boca de Alfonsín. La casa está en orden, sin sangre.

Tras la resaca llegó la tensa calma. "Tenemos un presidente de lujo", me dice el presidente de un importante banco con el que almuerzo al día siguiente. "Nunca el pueblo salió a la calle a defender un Gobierno", acota un librero que se confiesa peronista. "No nos merecemos un presidente así" es expresión entusiasta de una diseñadora de moda apolítica. Satisfacción general, incluso entre los que durante la crisis afirmaban que todo era una maniobra gubernamental para ganar las próximas elecciones.

Pero, pese a esa satisfacción por haber ganado el primer round, queda en muchos la amargura de unos días inciertos por venir. ¿Logrará la sociedad civil afianzarse lo suficiente como para poder resistir nuevas exigencias militares? ¿Será sólo coyuntural la galvanización que la amenaza produjo entre todos los grupos políticos? Esos interrogantes se quedan flotando en el aire de la ciudad que abandono.

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