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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El SIDA en la cárcel

LA DECISIÓN del ministro de Justicia de que los presos afectados por el SIDA no sean discriminados encerrándoles en lo que calificó de apartheids sería éticamente admirable si no fuera por la sospecha de que sirve para ocultar la necesidad que estas personas tienen dé unas consideraciones especiales y la carencia de medidas de sanidad en los centros penitenciarios para tratar esta nueva epidemia. El hospital General Penitenciario ha sido denunciado muchas veces por sus insuficiencias. En este caso está totalmente sorprendido por lo que se le ha venido encima y sigue aplicando formas reglamentarias que no se compadecen con la infección.Un grupo de presos ha comunicado ya lo que está sucediendo: el incumplimiento del artículo 60 del reglamento libertad condicional para los que tengan enfermedades irreversibles-, enfermos esposados a las camas o encerrados en celdas durante toda la noche sin manera de pedir auxilio a los enfermeros, falta de especialización del personal sanitario. La aparición del SIDA ha tomado desprevenida a la autoridad española. Es una costumbre. Hay una vieja afición a ocultar todo mal, un complejo del Estado que le impide reconocer que hay un daño social y aplicar las prevenciones o posibles remedios, o a difundir la propaganda preventiva (por miedo al alarmismo) y una decisión ciega de mantener que lo que no está reglamentado y escrito en papel oficial no existe.

Por esta última figura, hasta hace muy poco se ha evitado la introducción de preservativos en las prisiones y se sigue resistiendo a facilitar jeringuillas hipodérmicas. El reglamento no prevé la existencia de la sodomía o la drogadicción. Si ambos hechos se dan en la realidad, taparse los ojos con el Boletín Oficial sólo significa aumentar las posibilidades de riesgo y de extensión de la enfermedad: no sólo en las cárceles, sino en toda la sociedad a la que los actuales afectados se reintegran, muchas veces sin saber que son portadores del virus.

En cuanto a la solución por vía de abstinencia y de abstención que predica la oposición conservadora, no pasa de ser una tontería. Otra venda en los ojos ante la realidad, que comparte en el otro extremo la oposición de izquierda, que, al apoyar sindicalmente a los funcionarios de prisiones, emite la idea de que esta enfermedad "es un problema estrictamente sanitario" que "debe ser tratado en los hospitales y enfermerías penitenciarios como lo es en los centros sanitarios en general".

Hay cuatro casos concretos que requieren atención específica: 1) los reclusos que no son portadores de SIDA pero que están en riesgo de contagio; 2) los portadores del virus que no han desarrollado la enfermedad, pero que la pueden transmitir; 3) aquellos que han comenzado a desarrollar las enfermedades oportunistas del SIDA y deben ser atendidos específicamente; 4) los que se encuentran en una situación irreversible. Para los dos primeros grupos no existe más remedio que los análisis periódicos, respetando al máximo el derecho a la intimidad y, al secreto, y la extensión entre ellos de todos los medios profilácticos que intenten detener la ampliación de la enfermedad.

El tercer grupo ha de, ser atendido no ya en las condiciones miserables de los centros hospitalarios de las prisiones (que hasta ahora son indignas de cualquier trato a enfermos), sino con las que proporcionan los escasos centros civiles que trabajan sobre la enfermedad específica, pero en condiciones estrictamente humanas (prevaleciendo su condición de enfermos sobre la de presos); y para el cuarto, la libertad condicional en las formas previstas por la ley. Estas medidas no pueden ser, hasta ahora, más que paliativas, pero ayudarían mucho a los presos, sus familiares y los funcionarios de prisiones, que manifiestan una lógica inquietud; serían una reducción de riesgos para la sociedad externa. Y al ministro le desaparecían sus remilgos por el apartheid, una actitud tras la que se esconde la incapacidad del Gobierno para entender que el SIDA no se combate en las cárceles acentuando las fórmulas de la represión sino entendiendo el problema como lo que es: un grave asunto de orden sanitario al que todavía se trata como si fuera un caso de orden público.

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