De la Constitución de 1812 a la de 1978
La Constitución de 1812 y todo el proceso político que la rodeó constituyen la primera gran batalla política e ideológica contra el absolutismo en nuestro país. Y con la primera batalla, la primera y decisiva derrota. De hecho, las Cortes de San Fernando-Cádiz fueron el comienzo de un largo y atormentado intento de imponer el concepto liberal democrático de nación y la legitimidad basada en la soberanía del pueblo frente a la soberanía de derecho divino de los reyes propietarios del Estado. Y aquel intento, tan apasionante y tan trascendental para el futuro del país, fracasó. En realidad, la historia política de la España contemporánea es la historia de aquel fracaso y de la lucha por superar las consecuencias del mismo, una lucha que ha llegado hasta nuestros días.El liberalismo español no surgió con el impulso y la fuerza del liberalismo revolucionario francés, no tuvo su capacidad expansiva ni su potencia unificadora. Quiso terminar con el absolutismo, pero no pudo llevar este intento hasta el final. No consiguió conectar con las aspiraciones de grandes sectores de la sociedad -especialmente con las gentes del campo- ni supo enfrentarse seriamente con algunos de los problemas que han persistido de manera más negativa a lo largo de nuestra historia reciente, como el militar y el religioso.
La obra legislativa de las Cortes de San Fernando-Cádiz es, en este sentido, un claro ejemplo de la voluntad reformadora de aquel primer liberalismo, de sus profundas aspiraciones renovadoras, pero también de sus contradicciones y sus límites.
El primer gran decreto de las Cortes fue el de 24 de septiembre de 1810, que proclamaba solemnemente el principio de la soberanía nacional. La obra legislativa que siguió fue realmente impresionante, y abordó todos los grandes problemas políticos, financieros, administrativos y religiosos existentes, con ánimo explícito de superar los obstáculos del antiguo régimen y abrir el camino a una sociedad liberal y capitalista más abierta y creadora.
En este sentido, los primeros artículos de la Constitución de 1812 son un auténtico catálogo de las aspiraciones de aquel primer liberalismo democrático. Pero, al mismo tiempo, el Discurso preliminar, documento doctrinal notabilísimo, intentaba presentar la propia Constitución no como una ruptura radical con el antiguo régimen, sino como una simple sistematización y adecuación de las leyes tradicionales, casi pidiendo excusas por lo que se estaba haciendo.
La Constitución establecía ciertamente una monarquía limitada, pero el rey lo seguía siendo por la gracia de Dios y en sus manos quedaban poderes fundamentales, empezando por el de disponer libremente de las Fuerzas Armadas.
Se proclamaba la soberanía de la nación, se abolía la censura y más tarde se aboliría la Inquisición, pero el artículo 12 proclamaba que la religión católica, apostólica y romana, como única verdadera, era la religión de la nación y se prohibía el ejercicio de cualquier otra.
La historia posterior demostró claramente las consecuencias de aquella debilidad inicial. La propia Constitución de 1812 jamás consiguió consolidarse. Las constituciones que proclamaban el principio de la soberanía nacional, o duraron poco -como las de 1837, 1869 o 1931- o ni siquiera llegaron a estar vigentes -como el proyecto de 1856 y el intento de Constitución federal republicana de 1873-.
Las constituciones que han durado y bajo las cuales se ha configurado realmente el Estado español contemporáneo son las que han negado el principio de la soberanía nacional, sustituyéndolo por el principio de "las Cortes, con el Rey" y manteniendo la Monarquía de derecho divino, como las constituciones de 1845 y 1876, o como las leyes fundamentales del franquismo, que también negaban dicha soberanía y mantenían la legitimidad de derecho divino del Caudillo.
La lucha por imponer la soberanía nacional y popular, iniciada en las Cortes de San Fernando-Cádiz y plasmada inicialmente en la Constitución de 1812, no se ha resuelto de verdad hasta la actual Constitución de 1978, la Constitución democrática que más tiempo ha durado sin ser derribada, como las anteriores, por un golpe militar. Por eso decía que las consecuencias de aquel fracaso inicial han condicionado de manera decisiva toda nuestra vida política.
Pero el fracaso inicial no disminuye el valor del intento ni la autenticidad de la voluntad democrática de aquellos primeros luchadores contra el absolutismo. La Constitución de 1812, con sus proclamas antiabsolutistas, con sus esperanzas y sus limitaciones, es un documento fundamental de nuestra historia, el primer gran paso de una lucha larga y dificil por la democracia.
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