Cambio en la correlación de fuerzas
La correlación de fuerzas en Centroamérica está cambiando: he aquí la conclusión a la que inevitablemente se llega al cabo de una semana de estancia en Nicaragua y al cumplirse dos meses del escándalo del Irangate en Washington. Los sandinistas tienen sólidos motivos para mostrarse optimistas ante la próxima embestida de la contra, recién infiltrada desde Honduras y recién refinanciada desde Washington.Los acólitos amados del presidente Reagan, a su vez, no carecen de razones para inquietarse del curso de la guerra que desde 1982 libran contra el régimen revolucionario: su principal fuente de apoyo, simpatía y fondos en Washington, el teniente coronel Oliver North, se halla cesante y acosado por enemigos y amigos. El propio presidente Reagan, de alguna suerte el comandante en jefe de la contra, enfrenta serias dificultades políticas.
El análisis de la coyuntura militar puede sintetizarse en una simple ecuación. Si durante 1984 y 1985 la contra no fue capaz de poner en peligro la supervivencia del régimen, ni de tomar territorio o conquistar apoyo popular en la ciudad o en el campo, no existe razón alguna para suponer que puedan lograr cualquiera de estas metas ahora. Más aún: las condiciones actuales le son menos favorables.
Primeros pasos
En aquel entonces, el Ejército sandinista, a diferencia de las desaparecidas milicias populares, daba apenas sus primeros pasos: el servicio militar obligatorio comenzó en agosto de 1984, y los primeros contingentes de conscriptos no entraron en combate hasta el trimestre inicial del año siguiente. En materia de armamento, los helicópteros soviéticos acababan de ser entregados, y con dificultades podían ser aprovechados de inmediato.
Sobre todo, el Gobierno de Managua empezaba a entender que la oposición armada sí había conquistado una cierta base social. Comprendió también que la clave para derrotarla era sustraerle esa base, y que la manera de hacerlo consistía en repartir parcelas individuales de tierra a los campesinos en las zonas fuera de conflicto y evacuar a los habitantes de las regiones donde operaba la contra.
Hoy, al transcurrir dos años y medio de experiencia política y militar sandinista, es de dudarse que la contra pudiera lograr lo que antes le resultó irrealizable. Ciertamente, la situación económica en el país se ha deteriorado: la inflación se desborda, la especulación cambiaria y el desabastecimiento se desatan, y los precios relativos de los bienes y servicios son francamente aberrantes. Pero el malestar urbano no se ha traducido en acción política antisandinista, aunque sólo fuera porque ya no existe oposición interna: la que había huyó al extranjero, incorporándose a las filas -y a las cuentas bancarias- de la contra, sin que la opción restante -la Iglesia- pudiera suplirla.
El único argumento capaz de refutar esta visión se refiere al financiamiento de la contra procedente del Congreso de Estados Unidos. A finales de 1984 los legisladores norteamericanos, encolerizados por la participación de la Agencia Central de Inteligencia en el minado de los puertos nicaragüenses, prohibieron la ayuda militar a la contra, pero a mediados del año pasado, por razones ante todo de índole interna, las cámaras restablecieron dicho apoyo. Los simpatizantes de la contra aducen, pues, que esta última se estancó por falta de fondos, pero ahora que éstos ya volvieron a correr podrá avanzar en sus intentos de derrocar a los sandinistas. Haciendo a un lado la falacia de partida, a saber, que la única razón por la cual una oposición armada requiere para prosperar un financiamiento externo en cantidades masivas, es su carencia completa de sostén interno, el razonamiento tal vez convencería.
Acaso lo hubiera hecho si no fuera porque por las revelaciones en torno a las ventas de armas a Irán y al desvío de los fondos procedentes de esas ventas a la contra se ha descubierto que los contrarrevolucionarios nicaragüenses obtuvieron grandes cantidades de dinero de diversas fuentes: la CIA, grupos semiprivados organizados por Oliver North, el sultán de Brunei, Arabia Saudí, etcétera. La afirmación de que a la contra le han faltado recursos durante los últimos dos años es falsa: ha recibido, por lo menos, 27 millones de dólares de ayuda humanitaria del Gobierno de Estados Unidos, más de 10 millones de dólares del desvío de los fondos del ayatola, otros 13 a 15 millones de ayuda en equipo y servicios de comunicaciones e inteligencia de la CIA, 10 millones del sultán de Brunei, y hasta un millón de dólares mensuales de donativos privados.
Pero por encima de estas razones -ya de peso-, que explican su predicamento actual, los aliados de Estados Unidos en su aventura centroamericana han comenzado a sufrir las vicisitudes de la amistad norteameriana, al igual que decenas de sus antecesores. Por una parte, dependen enteramente del financiamiento estadounidense; por la otra, éste se vuelve cada vez más incierto. De tal suerte que la contra, muy rápidamente, se va a encontrar en un callejón sin salida.
O bien pierde su sostén financiero, debido a consideraciones de política interna de Estados Unidos, y por no haber demostrado en el campo de batalla que ese sostén es una inversión rentable a corto plazo, o bien intenta alguna acción militar espectacular de alto riesgo, y cuyo éxito tampoco garantizará la reanudación del financiamiento. De cualquier manera, la contra pierde: las condiciones militares de su hipotético crecimiento han entrado en contradicción con las condiciones políticas de la obtención de recursos adicionales.
Movimiento de masas
Como elemento complementario en el cambio de la correlación de fuerzas conviene, sin duda, señalar que la aparente y nunca demostrada ventaja de las fuerzas gubernamentales que imperan en El Salvador desde hace un par de años parece haber llegado a su término. Existe ya un modesto, pero significativo, resurgimiento de las acciones militares de la guerrilla del Frente Farabundo Martí, que ha vuelto a concentrar fuerzas en pequeña escala capaces de infligir severas bajas al Ejército. Al mismo tiempo, las pugnas intestinas entre la derecha salvadoreña y el presidente José Napoleón Duarte, se agudizan: ya no es sólo el programa económico que separa a la vieja oligarquía del centrismo de Duarte, sino todo el proyecto de conducción de la guerra.
Por último, es preciso resaltar el hecho político quizá de mayor trascendencia en la historia reciente de ese país: la reaparición de lo que llegó a ser a finales de los años setenta el movimiento de masas más importante de América Latina y que había desaparecido de las calles y fábricas de San Salvador desde mediados de 1980. La Unión Nacional de Trabajadores Salvadoreños (UNTS), en la cual la izquierda revolucionaria desempeña un papel relevante, le ha dado a la contienda en El Salvador un nuevo cariz político, restándole así peso al ámbito militar para beneficio de todos.
La guerra de Centroamérica no ha terminado. Pero si las condiciones de su resolución siempre han consistido en romper el atolladero político y militar mediante el principio del triunfo de uno de los dos bandos, no es imposible que ello haya empezado a suceder.
Para América Latina, el movimiento es decisivo. La revolución sandinista hace tiempo que dejó de ser modelo o ejemplo para el continente, si es que alguna vez lo fue. Los errores y las concepciones de sus dirigentes y la guerra misma han aminorado su pertinencia y aun su atractivo sentimental para muchos de los paises del hemisferio. Pero ello no obsta para que, gracias a Ronald Reagan, en Nicaragua se jueguen asuntos que rebasan las dimensiones del propio país centroamericano y de su revolución. Más que principios jurídicos abstractos, o quimefas geoolíticas, se juega el camino del cambio en América Latina.
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