El cine como génesis
Es tentador, porque es fácil, identificar en cine la idea de vanguardia con los esfuerzos, de algunos cineastas inquietos por buscar nuevas formas de canalizar la expresión cinematográfica y llevar sus hallazgos formales unos pasos por delante de los establecidos, creando en éstos el malestar que produce en la pasión por lo inmóvil la amenaza de una mutación.Pero, en la historia del cine, la idea de vanguardia, cuando se asocia a la más amplia y mecánica idea de investigación de formas, pierde sus rasgos distintivos más enérgicos, y sus perfiles se interfieren con los del concepto de cine experimental, que es otro asunto. La vanguardia es algo más agudo y comprometido que el rastreo de experimentos o novedades, más o menos de laboratorio. Cualquier cineasta imaginativo o insolente de cualquier tiempo sería, si se le aplicase este baremo, un vanguardista, al menos en potencia.
De ahí que deba entenderse, al menos en cine, por vanguardia, y la palabra se ensanchará al concentrarse así, un compulsivo y variadísimo fenómeno hoy deslindado por las dramáticas y rojas líneas divisorias del tiempo aprisionado entre las dos grandes tragedias de la Europa de este siglo, las dos guerras mundiales, y sobre todo el corto y loco período que siguió inmediatamente a la primera, en una Europa sobre cuya gusanera gravitaba la sombra de la revolución bolchevique, que fue el factor aglutinante, tanto por erigirse en modelo de aceptación como en modelo de rechazo, de la pulsión vanguardista en el terreno cinematográfico.
Pueden buscarse detrás de este fenómeno antecedentes, que los hay y muchos, y consecuentes, no menos abundantes. Todos o casi todos los mismos caben en el saco roto del vanguardismo apariencial o simplemente gestual a que la mentira cinematográfica se presta.
Pero, a grandes rasgos, la idea de una vanguardia cinematográfica genuina está alimentada desde fuera por todos los mismos que se quieran, pero siempre desenvuelta a lo largo de movimientos con cadencia propia estrechamente vinculada al período de entreguerra y, dentro de él, a la época de plenitud del cine mudo, que es la década de los años veinte.
¿Por qué precisamente en el apogeo del cine mudo? Y sobre todo, ¿por qué el advenimiento del cine sonoro situó al movimiento vanguardista en una rampa de descenso? Las cumbres del cine mudo, que comienzan a escalarse precisamente a la salida de la I Guerra Mundial, ofrecieron a los estetas de la revolución, hecho materia y al alcance de la mano, un antiguo sueño de todo revolucionario: la existencia, entre sus mecanismos de expresión y elaboración de construcciones poéticas, de un lenguaje con tan poderosa y diferenciada identidad que fuera capaz de proyectarse hacia fuera en estado de perpetua fluencia y sin idioma, lo que hacía por primera vez posible en la historia del arte la internacionalización, sin barreras ni mediaciones, de la ideación, construcción y comunicación de metáforas.
El titán y el poeta
Fue un poeta de gustos y modales titánicos, pero enamorado como un niño del cine, Vladimir Maiakovski, quien con más poder de convicción se ofreció para buscar los caminos de ese sueño revolucionario que las silenciosas pantallas sin idioma ponían en bandeja a prisioneros de la cárcel de la palabra: a futuristas de diversa filiación, a estetas de la excentricidad como los que capitaneó Grigori Kosintsev, a exploradores del interior de la mirada como Dziga Vertov, a cartógrafos de las tinieblas del expresionismo, a superrealistas y a francotiradores como Fernand Léger, Antonin Artaud, Abel Gance, Luis Buñuel, Serguei Eisenstein, León Moussinac, Luois Delluc, Marcel l'Herbier, Germaine Dulac, Robert Wienne, Hans Richter, Jean Mitry, Pudovkin, Kulechov, Reittman, Epstein.
"Para vosotros", bramó Maiakovski, "el cine es un espectáculo. Para mí es una concepción del mundo, el vehículo del movimiento, el revulsivo de las literaturas, el destructor de las estéticas, el repartidor de las ideas". De ahí a la idea del cine como génesis hay sólo un paso, latente en toda manifestación de la pasión vanguardista.
La plegaria del "luz, más luz", de Goethe, traducida por Brecht con un "electricista, más luz", circula con lógica genesiaca por las arterias de las vanguardias del cine, que se miraron a sí mismas y se vieron dentro de una mutación de vastas proporciones, ojo de culebra de un huracán histórico, que encendió una guerra y apagó otra.
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