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Tribuna
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El intolerable don de un valenciano con ojos de isla griega

Para escribir un daguerrotipo de urgencia sobre Vicent habría que ser Vicent. O, como dice el gran Eduardo Haro Tecglen, habría que tener el don de Vicent. Partamos de esa base. Es decir, partamos de esa imposibilidad y, sobre todo, de la envidia que provoca (al menos, me la provoca a mí) este valenciano con ojos de isla griega. No sé si el estilo es el hombre, como dijo aquel naturalista francés, pero estoy convencido de que Manolo Vicent es el estilo. Yo descubrí a este sujeto por la orfebrería rabínica de sus verbos y predicados. Mucho antes que el conocimiento físico fue el trato diario con esa cabreante facilidad que el tipo tiene para transformar la basura cotidiana en deslumbrante estampa de las mejores añadas literarias; esa endemoniada pericia artesanal, indudablemente de raza semítica, de afilar el adjetivo, de afinar la frase, de atinar con la metáfora más insólita, sonora y oportuna.

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El estilo y la carne

O sea, que otra vez en el principio fue el verbo. Sólo después, mucho después, el estilo se hizo carne. Una carne, por cierto, que encajaba a las mil maravillas con las intolerables maneras que el hombre tenía de traficar con el castellano. Aquella pinta de chivo hebráico bajo una prematura calva de alquimista, toledano, absurdamente oculta por una gorra de, capitán de corbeta, delataba inmediatamente el estilo que tanto admiraba. Allí estaba resumido todo. La mirada mediterránea, el barroco valenciano, los arcanos del arte de judería, el distanciamiento irónico y disolvente del señorito que. tiene naranjos y gllerías de arte, o que no tiene necesidad dé vivir de la literatura, la pasión por la estampa, la cordialidad del individualista feroz, la cabeza del anarquista coronado de nauta.

Lo malo de haberlo conocido

Lo malo de haber conocido y tratado a Manolo Vicent es que aumentó mi envidia. No sólo era aquel insoportable estilo de escribir, también era, y es, su intolerable estilo de vivir. Yo no se cuándo, dónde y cómo rayos lo hace, pero la impresión es que Vicent no da golpe. Que es un vago redomado. Que pasa olímpicamente de la literatura, de la columna de los martes, de cualquier asunto relacionado con esto de la cultura, que sólo vive para escuchar anécdotas golfas en su descolocante tertulia del Gijón, o para largarse a navegar los fines de semana por las costas de Denia, eso sí, siempre acompañado de amigos a los que también les importa un bledo el mundillo intelectual. Así no hay manera de hacer carrera literaria y, sin embargo, ahí está el hombre con su brillante carrera literaria a cuestas, y sin que, además, se le note el mínimo esfuerzo y la menor petulancia. Me lo imagino como alguna vez se retrató en su columna de la última página. Sentado al atardecer en una erótica silla de mimbre frente a su querido mar de griegos. En el instante preciso de admirar la estética del primer estallido de la hecatombe nuclear, rodeado de olores dé viejas frutas que sólo él sabe pronunciar con su nombre más recóndito y sensual. Un tipo así debería de estar prohibido. Lo que no me explico es ese pesimismo visceral, de raza apocalíptica, en alguien tan escasamente desgraciado.Hablemos del dichoso don de Vicent- para que cunda aún más el desánimo. Su truco es aparentemente sencillo. Consiste en transformar lo obvio en fantástico, la estupidez humana en 32 líneas deslumbrantes o su querido fin del mundo en una frase cuadrofánica do triple filo. Lo expresó modélicámente Víctor Márquez: "Donde los demás dicen mandíbula, él pone quijada; en vez de entrañas, escribe higadillos, y en la palabra amor, pone combate cuerpo a cuerpo. Vicent lo hace y le sale una obra de arte; a otros, todo lo más, una casquería". Es muy fácil en teoría, pero este valenciano tiene el monopolio. Hasta el caso de que no suelo estar de acuerdo con muchas de sus hermosas visiones catastrofistas, seguramente porque desde el Atlántico se ven las cosas de otra manera. Pero siempre me puede su vampírico estilo. No es la idea, sino la imagen. No es la sinderesis, sino la sintaxis. No es el sustantivo, es el puñetero adjetivo deslumbrante.

Invitación al plagio imposible

Es una inflexión adjetival, siempre oportuna e inesperada, que invita al plagio, pero que no admite plagios. Es cierto timbre metafórico de intenso olor a huerto helénico, marcada entonación arabesca en la descripción, con temple de jazz y tesitura algebraica, pero más cercano de la madera que del metal. Para entendernos: como cuando por su Mediterráneo zascandileaban las razas míticas y la matemática y la poesía eran la misma cosa fantástica. Algo a la vez muy antiguo y moderno. Es una prosa sonora, de disco compacto, que entra por los ojos y ciega con su luz los razonamientos de tarima. Y encima, ahora, le dan el Premio Nadal.

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