La trampa del barroco
Pienso que hay una suerte de engaño metódico en la actual crítica literaria, especialmente hispanoamericana, respecto al lenguaje; y si no engaño, cuando menos confusión. Se le ha sobrevalorado, se le ha cedido un ministerio dentro de la literatura que rebasa su ejecutoria y su demarcación. El engaño parte de una admiración desorbitada, de un deslumbramiento, y el originador de este pasmo es, a mi ver, Alejo Carpentier. Desde El reino de este mundo, el brillante lenguaje que el escritor cubano incorpora a la novelística latinoamericana ocasiona un impacto inquietante. Se le define como barroco y su estilo comienza a inscribirse dentro del realismo mágico o, con más exactitud en su caso, dentro de lo real maravilloso, expresión acuñada por él mismo. Progresivas obras suyas, de incuestionable originalidad, consolidan el término, y a la vuelta de 10 años se legaliza en América. A mi entender, Carpentier sucumbe a una tentación al aceptar el sello de barroquismo con que se improntan sus libros, y todavía más al declarar él mismo que la realidad americana es barroca, pues con ello toleró la confusión del imperio del idioma y la prolijidad del paisaje americano con gratuidad y ornamentación. No fue ése el sentido que originalmente Carpentier dio al adjetivo, sino el de riqueza, complejidad histórico-telúrica, grandiosidad incluso; pero padeció el desvío hacia la superficie.Ilustrando su tesis del perímetro barroco americano, Carpentier proponía el siguiente ejemplo: las palabras pino y ceiba. Según él, la primera no requería de explicación alguna: se escribía pino y bastaba. Todo el mundo sabía lo que era y su visualización era inmediata. En, cambio, ceiba precisaba de una copiosa explicación, ya que de lo contrario su representación sería imposible. El primer árbol estaba enraizado en la cultura universal; el segundo era un advenedizo al que había que fabricarle toda una genealogía para que fuera reconocido. Y la ceiba era América íntegra. En consecuencia, el lenguaje barroco se imponía, no era un capricho de sus cultivadores, sino una virtualidad a la que forzaba la vastedad y el abigarramiento del mundo americano.
Todo en el Nuevo Continente empezó entonces a ser barroco, de su flora a sus edificios, pasando por la prosa de sus escritores y las manifestaciones de sus artistas plásticos, exhibiéndose además como un timbre de singularidad. Fue otra grieta que permitió la infiltración de lo hiperbólico. Porque si el barroquismo es en Carpentier dominio maestro del idioma, encuentro entre la poesía de la palabra y la poesía del hecho, mirada plena sobre una realidad que es casi mágica por la vastedad de elementos imprevisibles y fulgurantes, la precipitación en lo gratuito y oropélico no ha logrado impedirse.
La sombra del pino
Y es que el binomio propuesto por Carpentier (pino-ceiba) no conducía necesariamente a la conclusión que él extrajo, ya que, si bien es cierto que pino proyecta al árbol que nomina, hay aún en la historiada Europa infinidad de cosas que precisan de un contexto verbal amplio para su clarificación y, sin embargo, a nadie se le ha ocurrido deducir de ello que la expresión europea es barroca, no obstante ser este continente, y señaladamente España, su territorio legítimo.
Nada habría que reprocharle al barroco de no ser porque. la aseveración carpenteriana de que todo en América Latina responde al barroquismo es fak sa, y porque se corre el peligro de reemplazar lo que es acierte, fortuna del lenguaje por una palabrería huera y de retórica solemnidad a la que más de una vez ha sido proclive la literatura hispanoamericana.
La prosa de Borges no es barroca, y empero es una de las más ricas e innovadoras del habla española. No lo es tampoco la de Vargas Llosa, y no creo que a nadie se le ocurra poner en duda su precisión y eficacia idiomática. Para expresar a América no hay que remedar su naturaleza con una selva de palabras. A lo intrincado de su paisaje no tiene que corresponder una maraña verbal. Horacio Quiroga lo demostró: el selvático escenario de Misiones, en Argentina, está pintado con una admirable y certera economía de medios. La poesía de los cuentos de Rulfo no se desprende de una semántica, sino de la imagen: su belleza es plástica. Que esta imagen no se vea sepultada por una catarata de palabras, sino que éstas sirvan para dibujar sus rasgos y resaltar su esplendor. He ahí el verdadero triunfo del lenguaje.
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