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Tribuna:LEER EN EUSKADI
Tribuna
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La fiesta sin libros

Fernando Savater

El otro día, en el marco del felizmente reanimado festival de cine donostiarra, tuve ocasión de leer una entrevista a dos mozos también donostiarras que acababan de hacer con éxito su debú como actores. Se trataba de los protagonistas masculinos de 27 horas, la delicada película de Montxo Armendáriz, y me animé a leerla porque ambos me habían parecido espléndidos de presencia y comprensión en sus respectivos papeles. Entre otras declaraciones significativas, me impactó particularmente, ésta: ninguno de los dos podía recordar el título de cualquier libro que hubiera leído recientemente... sin duda por la sencilla razón de que no habían leído ninguno. Uno de los dos admitía que hasta su aventura cinematográfica tampoco iba nunca al cine, aunque a partir de ahora parecía bien dispuesto a aficionarse. El concierto de rock de los sábados e ir de potes con los amigos son las actividades asumidas como más inequívocamente gratificantes, al menos entre las que el buen gusto aconseja declarar abiertamente a la Prensa. Francamente, al leer esto, me sentí un poco consternado: lamento hacer esta confesión, que supongo me hunde aún más en el museo de carrozas del ancien régime. Comentar mi desconsuelo y hasta mi alarma es el propósito de esta nota.Que la pasión que algunos hemos sentido en la mocedad por la lectura y el cine -compensación y quizá causa de otras frustraciones- no pueda ser universalizada como normal sin abuso, no me cuesta admitirlo. Nada tengo contra ir de potes con los amigos, ejercicio que practico desde que tengo uso de razón y ele un modo tan entusiasta que me lo ha hecho perder en bastantes ocasiones. Respecto a que el rock sea una forma de cultura, pocas dudas me caben; en cuanto a su nivel, ya tendríamos más que discutir, pues desde luego lo que no acepto es que todo valga lo mismo, ni siquiera por sentar plaza de guay ante quienes se empeñan en contentarse con lo peor. Pero para qué andarnos con rodeos: no puedo ver sin preocupación cómo los chicos de 20 años, con toda probabilidad inteligentes y sensibles, no tienen mejor relación con el polifacético universo cultural que sus frotes masivos con La Polla Records o Kortatu. Y aún más preocupante me parece que, según afirman amistosos sociólogos de urgencia a mi alrededor, tal situación sea tan común que lo único extraño aquí sea mi propia y dolorida extrañeza. Las causas de esta decapitación simbólica han de ser ciertamente múltiples e implican en diverso grado degeneraciones económicas, políticas y educativas. A mi juicio, el perfil resultante más patético es la quiebra -por abandono, desconfianza y pragmatismo burriciego- de lo que un día se llamó con no poca presunción "formación humanística", hecha de literatura, filosofía, arte, retórica, tradición clásica, etcétera, es decir, de todo aquello encaminado primordialmente no a ser alguien de provecho sino a ser mejor alguien. Estas disciplinas fueron víctimas de la beata desmitificación utilitaria y que daron selladas bajo el rótulo in famante de "vacuas" o "elitistas". La propia crítica ilustrada de la ilustración ha sido extrapolada a este fin como argumento a favor de una instrumentalidad peor que aséptica, vanagloriosa de su objetivismo descualificado.

Una bárbara dicotomía

La única educación superior pro mocionada -y esto cada vez más, aquí y ahora- es la computable por baremos cientifistas y tecnológicos (las disposiciones que se avecinan sobre provisión de plazas universitarias van en este sentido). La formación superior se encamina crecientemente a facilitar el ajuste del neófito en el alveolo correspondiente del engranaje productivo de la socie dad plenamente "objetivada"; sin embargo, resulta que ahora, la crisis mediante, dicho alveolo está por lo común ocupado. Y entonces se revela que lo más útil no sirve ya estrictamente para nada. El joven se encuentra en vías de convertirse en una herramienta desahuciada, sin futuro ni presente. Otros saberes menos inmediatamente instrumentales podían ayudarle a uno a seguir apoyándose en sí mismo hasta en la desolación injusta del paro, pero las diversas ramas de la contabilidad general tienen de malo que cuando no rinden tampoco acompañan...

En los últimos años hemos visto prosperar una bárbara dicotomía, en la que han crecido los jóvenes de hoy: por una parte, el auténtico saber es un aparato lo más técnicamente especializado posible, cuya excelencia se mide por su nivel de formalización y su coeficiente de experimentalidad; por otro lado está el mundo del espiritismo literario o la propaganda político-moral, donde todo es manipulación interesada y des varío ediflicante o subversivo. Por esta vía los mismos que fomentan en determinados aspectos un discurso de implacable objetivismo cientifista lo complementan sin congoja ni chirrido con los más arbitrarios decisionismos en aquellos niveles que afectan al sentido de la acción social o a la consideración global de la vida propia. Un extremo intelectualismo mecanicista en el ámbito del rendimiento productivo no sólo coexiste, sino que, se apoya en el más feroz antintelectualismo en lo que afecta a la valoración o a la sensibilidad. La cabeza sólo sirve para aprender a programar o calcular; a partir de ahí, como todo está igualmente corrupto y confuso, bastan los argumentos inapelables del capricho o los imperativos categóricos surgidos de lo que nos cuelga en la entrepierna...

Sin duda el mal que describo es mucho más general, pero a mí son sus efectos en Euskadi los que más me inquietan. La juventud ha sido prevenida -directamente o por medio del ejemplo- contra toda una cultura esencialmente verbal y escrita, perteneciente a los que "quieren comernos el coco", "no se ponen de acuerdo", o "sólo saben hablar". Este prejuicio fomenta el reino trepidante pero silencioso de la orgía musical, en la que todo el mundo está al unísono a falta de estar de acuerdo, o el de la pandilla que no exige comunicación más matizada que el guiño o la onomatopeya. Quedarse a solas con un libro es demasiado duro, pues bastante soledad tenemos que padecer ya en esta vida: de lo que se trata es de buscar una vibración colectiva más directa e intensa, aunque sea al precio de ceder ante los más brutos del lugar. El otro día, en la barra de un bar, un chico me aseguró que para entender de veras lo que ocurre en Euskalherria yo debía frecuentar más las fiestas de los pueblos. Se daba así por hecho que la armonía infusa existe en la matriz originaria y que sólo puede ser pervertida o ignorada por quien acepta aislarse en la encrucijada libresca. No le respondí nada: me quedé imaginando con cierto escalofrío qué otras fiestas populares sin libros ni debates verbales nos aguardan quizá en el futuro, qué zarabandas tocarán mañana para hacernos bailar al unísono, qué silencio y qué vacío nos calará el alma entre uno y otro aquelarre.

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