Don Ramón
Esta mañana destemplada del 1 de septiembre, a las 11. 15, me comunican desde la Redacción de EL PAÍS que ha muerto don Ramón Carande. La noticia me ha hecho el efecto de un mazazo o más bien de un golpe traicionero. Me vacila la cabeza, siento una angustia infinita y, sin embargo, he de escribir por deber. Escribo atenazado por el dolor, y el escribir aumenta el dolor mismo. ¡Qué clase de dolor! Con don Ramón se me va -también a España entera- el último representante de una generación, la de los padres de los hombres de mi edad, que fue admirable por muchos conceptos, pero a la que le tocó el sino de vivir efi la plenitud las horas más amargas que cabe imaginar. Don Ramón, dentro de generación semejante, se destacaba, sobresalía por su personalidad no sólo intelectual, sino también física y ética. Difícilmente cabe imaginar un hombre más completo.Hay sabios, hay santos, hay hombres de prestancia y brío, pero hombres enteros en todo se dan pocos. Don Ramón lo era: Tuvo una fortaleza corporal muy poco común en intelectuales, porque los que hay y que viven mucho, como él, tienen una vida siempre algo restringida y condicionada por alguna debilidad física que les hace cuidarse. Don Ramón, a los 90. años, era capaz de cansar al que quisiera acompañarle en sus paseos por Sevilla. Antes se había movido de aquí para allá sin conocer el reposo, sin padecer dolencia alguna.
Esta inmensa fuerza vital iba unida a una memoria prodigiosa, de suerte que podía hablar con pelos y señales de cosas remotas, como su estancia en la Alemania de Guillermo II, dándonos imágenes increíbles por su plasticidad; por ejemplo, la del gran helenista RivIamovitz, enemigo de Nietzsche, paseando a caballo por un parque o una avenida de Berlín allá por el año 1909. Podía trazar la silueta de Simmel explicando sutilmente en su cátedra, y recordaba cómo había visto a Lenin con sus correligionario s en Suiza antes, claro es, de la revolución de 1917. Don Ramón había seguido a la farándula, tuvo actividades políticas intensas, fue confidente del cardenal Segura y puede decirse que su vitalidad desbordante producía en la gente de los más distintos pelajes una inmensa confianza. '
Renovación
Su obra como historiador supone la renovación total de técnicas, métodos y planteamiento de problemas. Para prepararla trabajó largos años en tareas preliminares que le parecían imprescindibles. Realizó así no sólo minuciosas exploraciones de archivos y bibliotecas, sino también largas entrevistas con sabios de los que creo que ningún español de su época tuvo idea directa. Conoció a Sombart, al príncipe Kroposkin y a otras muchas personalidades que nos resultan lejanísimas en el tiempo y en el espacio. Por desgracia, parte del esfuerzo inmenso se perdió en la maldita guerra de 1936.
Antes de preparar su obra capital, Carlos V y sus banqueros, había reunido enorme cantidad de información sobre tema más recóndito, acaso incluso más difícil, acerca de la Hacienda de Castilla en la época de los reyes de la dinastía de Trastámara. Todo esto se perdió miserablemente durante aquel desastre, que a don Ramón le produjo zozobras y tribulaciones sin cuento. Pasada la tragedia, repuesto en su cátedra y acompañado del cariño, del respeto de familiares, colegas y discípulos, llega a ser en su vejez una de las figuras públicas que producen más curiosidad y atracción. Es durante esta fase cuando yo le traté y cuando me favoreció de manera que choca por su generosidad admirable, a la que jamás he podido corresponder debidamente: tan corto de recursos me encontré siempre ante él y tan desmedrado por todo concepto.
Dolor
Los recuerdos se agolpan con el dolor. En 1963 me dio el espaldarazo al ingresar en la Academia de la Historia. Tenía ya más de 70 años y el viejo parecía yo, que no llegaba a los 50. En Madrid, en Sevilla, alguna vez aquí, en Vera, he pasado horas de las más intensas de mi vida oyéndole o dialogando con él. Con frecuencia hablaba de algo ajeno a la vida profesional, pero que incluso resultaba más interesante por la humanidad que ponía al tratarlo; por ejemplo, cuando describía aquella serie de amigos y conocidos a los que denominaba "raros" y de los que hizo unas semblanzas estupendas en un librito. Recordaba también episodios de su vida familiar, retrataba a su abuela, al antepasado progresista o daba notas originalísimas sobre algunos amigos comunes.
Don Ramón llevaba afincado en Sevilla desde 1918, si no recuerdo mal. Amaba a la ciudad como el que más, pero puede decirse que no había perdido un átomo de su carácter y de su manera de hablar de castellano viejo. Tenía un aspecto enigmático con el bastón y la melena blanca. Él decía que se parecía mucho a Cohen, el filósofo neokantiano que fue también maestro de Ortega. En todo caso, no era una figura común.
Estas pobres líneas, escritas con mano temblorosa, con la vista y el ánimo turbados por el dolor y sin el reposo necesario, por tanto, no pretenden dar una imagen cabal del muerto querido y admirado. Sí testimonio del dolor inmenso que me domina ante una de las mayores pérdidas que he experimentado en estos años, que supongo que son ya de los finales de mi vida.
Babelia
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