El cine español presentó dos files inquietantes, intensos y opuestos
La gran atracción de ayer en Berlín fue Camorra, de la italiana Lina Vertmüller, un filme negro plagado de trampas, falso, superficial e infestado de moralina. Como era de esperar de su brillante pretenciosidad, el filme engañó a una parte del público, pero no a la otra, que lo abucheó estentóreamente, cosa infrecuente en un festival donde suele haber bastante urbanidad y predominan las acogidas frías y distantes. Al otro lado del día, más en la sombra que el circo seudopolítico de la Wertmüler, pero con mucha más luz dentro, el cine español dio la parte de autenticidad de la jornada, con la proyección a concurso de Teo el pelirrojo y aIgunos debates alrededor de Tras el cristal, que se exhibió el domingo en una de las proyecciones especiales fuera de concurso. Es difícil encontrar dos películas tan raras, tan austeras y tan recíprocamente opuestas.
Teo el pelirrojo, de Paco Lucio, y Tras el cristal, de Agustín Villatona, han dado y darán que hablar la primera, sin ser una obra redonda, puede aspirar a alguno de os muchos galardones que mañana, día de la clausura, se repartirán. Tiene dentro buen cine y, comparativamente con las restantes películas a concurso, suficientes méritos para ello. Pero el palmarés de un festival como éste, donde las obras indiscutibles son muy escasas, es, más que un reparo de justicia, una lotería.Insisto en que Teo el pelirrojo tiene buen cine dentro, incluso por momentos muy buen cine; por ejemplo, el mundo de los niños, las varias escenas del pequeño Santiago -que interpreta muy bien Juan Diego Botto- solo frente a las abruptas colinas que rompen el paisaje de la meseta burgalesa, las veraces composiciones de los actores adultos -María Luisa San José, Ovidi Montllor, Luis Escobar, Concha Leza y, sobre todo, Álvaro de Luna-, el mágico encanto de la historia, el uso poético de los paisajes y de los interiores rurales, revelan en Lucio a un cineasta sensible, con sentido con tiempo y el honor de la sensillez, esa máxima dificultad que surge cuando el director narra algo con amor a las imagenes.
Indiscutible cineasta
Sobre Teo el pelirrojo habrá que volver en una próxima ocasión, porque este indiscutible cineasta que es su autor incurre en algunas torpezas y errores graves, que no basta con enunciar en la telegrafía de ideas a que obliga una crónica de urgencia.Baste como muestra decir que Teo el pelirrojo gira argumentalmente alrededor de un misterio que resulta ingenuo porque es un secreto a voces, que se adivina sin dificultad desde las primeras secuencias.
Este misterio -lo que le dice el abuelo moribundo al niño- es una argucia argumental fácil, incluso facilona, en medio de una película de tono estilístico exigente, en la que predomina el poema sobre la intriga, lo que indica que, como guionista, Lucio comete el imperdonable error de buscar las líneas de menor resistencia.
Finalmente, junto al comedimiento del tono del relato, Lucio incurre también en una contradicción de puesta en escena, originada probablemente en una falta de fe en él subentendido visual, lo que le lleva a visualizar, en un relato lleno de recato y de pudor, sucesos de gran violencia, que podía y debía haber representado de otra manera, con sólo tener un poco más de confianza en el poder sugeridor de las imágenes que elabora. El lado glorioso del cine nace de lo indirecto, de algo inefable que hay más allá de las evidencias, como el propio Lucio demuestra en la última escena del roquedal, cuando el niño, descubre a su viejo amigo lejos, convertido en lo que es: una parte del paisaje, una sombra humana de éste.
Total impudor
Tras el cristal, de Agustín Villaronga, es lo otro absoluto respecto de Teo el pelirrojo: un relato de evidencias completas, de un total impudor, que asusta a su propio autor, ya que éste no se atreve a la mostración total del suceso y escamotea -no con subentendidos o con elipsis, sino con encuadres de ocultamiento- algunas evidencias de la atrocidad que narra.Su película, que es de una absoluta obscenidad, se arruga cuando la lógica de la mostración, el impulso de llevar las evidencias hasta su extremo, le pone a su autor en el disparadero de tener que nombrar lo innombrable, de tener que mostrar lo inmostrable. Villaronga debiera haber aprendido la lección de Oshima en El imperio de los sentidos, aunque esta durísima película se queda casi en un asunto de bebés comparada con Tras el cristal.
Ése es el lado más indigerible de esta película, la punta de cobardía que hay en el extremo de su osadía sin límites, además de cierta pérdida de tensión en su mitad final. Pero queda, en la primera mitad de este perturbador filme de horror, un relato literalmente abominable, el pulso de un narrador que me atrevo a considerar como magistral, sobre cuya obra también habrá que volver, y con detenimiento, pues sus inquietantes entretelas fílmicas y éticas lo piden.
Babelia
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