El hundimiento de una bóveda
No me permitirán los estragos de la edad decir algo importante ni original; tampoco lo esperará nadie. Pero no me deja callar mi devoción por los archivos y todo cuanto concierne a nuestra historia. Confío en la indulgencia del lector, ya que habré de repetir cosas bien sabidas y no todas gratas.Me parece que el hundimiento de una bóveda aconteció uno de los últimos días del mes pasado, y no ha tenido gran resonancia en la Prensa local ni en la opinión pública. Se nos han referido detalles y se nos han mostrado en fotos daños importantes sufridos por los códices de la Biblioteca Capitular, contigua a la Colombina, sin muro que las separe; nada sabemos en cambio de los daños que hayan alcanzado a la Colombina.
Sabido es hasta la saciedad que esta biblioteca, debe su nombre a don Hernando Colón, hijo menor del Almirante. Don Hernando, no sé a partir de qué fecha, puso mucha constancia en la adquisición de libros y de documentos manuscritos, que fueron acumulándose en su finca de la calle de Goles. Presumiblemente comenzaría a juntar en las estanterías obras de los autores más en boga, y predilectos de su padre, y continuaría allegando los de otros escritores nacionales y extranjeros. Estos libros los manejaba don Cristóbal, y en algunos queda huella de que los leía, pues no faltan anotaciones marginales de su propia pluma, con otras pruebas de su afición a los libros. Con los libros incluía la biblioteca, entre otros documentos, autógrafos de Colón que, dada su relativa escasez total, abundan sin embargo en la Colombina.
Pues bien, la Colombina llegó a ser desde 1552 propiedad del Cabildo Catedralicio Hispalense, y gracias a que supo conservarlo en Sevilla, lo tenemos a nuestra disposición en nuestros días.
Voces de alarma
No puede sorprender, si se recuerda la opulencia del Cabildo, festejado como el propietario más rico en el siglo XVI, no puede sorprender, repito, que la instalación primitiva de la biblioteca la imaginemos riquísima y lujosa; los libros lucirían en las estanterías adecuadas como tesoros. En nuestros días, el Cabildo ha dejado de ser opulento, y no es de extrañar que aquella instalación perdiera el lujo, la riqueza, y faltan muchas cosas imprescindibles para considerarla inexpugnable y libre de los riesgos que asaltan a los establecimientos de su género.
No han faltado voces de alarma. Una de ellas data del año 1976. Está al alcance de todos los lectores que deseen conocerlo y, en parte, lo ha reproducido un diario local el 29 de enero pasado, pocos días después del hundimiento. El texto diríase que vale como premonición a 10 años vista.
Pero la situación y la reforma de la Biblioteca Colombina, donde actualmente se encuentra, no habría de mejorar definitivamente el estado de las cosas. Lo definitivo y perfecto sería lo que ya se ha propuesto con anterioridad: que se lleve a cabo el traslado a un lugar más adecuado y accesible. Pero lo cierto es que a cuantas instancias se han hecho para llevar a cabo el traslado opusieron los canónigos catedralicios una resistencia invencible, y es que defienden. con firmeza cosa propia e intransferible. No está fuera de las posibilidades que en las obras de restauración que pretenden devolver al patio de los Naranjos su fisonomía primitiva quede en tela de juicio la permanencia en el lugar actual de la biblioteca. Pero esto es eventual y parece estar lejano y, entre tanto, algún remedio ha de encontrarse para mejorar el actual estado de cosas.
Dar con el remedio tiene más valor que las lamentaciones y las recriminaciones y, desde luego, vale mucho más que el olvido.
No somos los españoles demasiado aficionados al cultivo de nuestra historia; no conmemoramos en su medida los fastos y los personajes gloriosos. No hemos contribuido poco con nuestra indiferencia a que surjan leyendas desatinadas. No es de extrañar, por consiguiente, que casi haya pasado por alto una catástrofe que nos deja en mal lugar. Huelgan, sin embargo, las acusaciones; a todos nos alcanza lo ocurrido, además de la fatalidad, y oportuno sería recordar que todos somos, en este sentido, vecinos de Fuenteovejuna.
Tiene en Sevilla la Iglesia muchos y valiosísimos archivos, y están dispersos y, en su mayor parte, desatendidos. La proposición que hacemos de reunir todos los archivos de la Iglesia en un solo edificio que acogiera, por lo menos, a los tres más importantes archivos de la Iglesia sevillana, el de la Catedral, el de la Mitra y la Biblioteca Capitular y Colombina, tiene ya historia y podría realizarse, y no está muy lejos el edificio más adecuado para que se juntaran, conservando cada archivo su identidad, con su propio catálogo, y elaborándose además un inventario de toda la documentación reunida para conservar cuidadosamente todo lo que tenemos a disposición de los curiosos serios y de los investigadores pacientes. Se ha alegado el riesgo de que el traslado trajera consigo pérdidas y deterioros, riesgos que apenas son cotizables si se comparan con las amenazas y con lo que ha llegado a caer con el hundimiento de la bóveda.
En cuanto al coste, bien estaría que contribuyera el Estado a su fragarlo, tomando a la vez las medidas precisas para exigir soluciones razonables y proyectos bien fundados en el futuro, siempre en colaboración con la Iglesia.
Lo que propongo, y más de una vez he oído repetirlo, tiene en España un precedente alentador. Me refiero al acuerdo llevado a cabo en el arzobispado de Toledo por su actual arzobispo, don Marcelo González Martín, con la Dirección General de Bellas Artes, emprendiéndose la tarea de juntar en un gran centro bibliográfico los fondos de los archivos de la diócesis, la más extensa de España durante varios siglos.
Grandioso edificio
Dispone Sevilla de un grandioso edificio, inmediato a la catedral, el Archivo Arzobispal, cuyas crujías más nobles miran a la plaza de la Virgen de los Reyes y cuyos salones de mayor capacidad están habilitados a tal fin. Allí podrían acogerse los libros y manuscritos dispersos, en unidad de lugar, y quedaría a salvo este glorioso patrimonio, y podría dotársele de los medios más propicios para el libre acceso de los investigadores, una vez dotado el edificio de los medios que facilitan la investigación, montando también salas de reproducción de documentos, talleres de restauración y todo lo indispensable en los grandes archivos.
De esta manera se evitarían pesadillas ante el temor y lamentaciones ante lo acontecido. En cuanto a esto, lo acontecido, debo confesar que la primera impresión recibida con la noticia de la catástrofe fue la incredulidad. Pensé que estaríamos en la fecha de los Inocentes, como aquellas en que Mariano de Cavia escribía en sus glosas del Imparcial la noticia del incendio del Museo del Prado, como voz de alarma para que se eliminasen riesgos de tal naturaleza.
Y no quiero terminar sin salirme del tema; ya que estoy hablando del palacio episcopal, recordaré que posee un archivo colosal (hoy abierto a los investigadores), y tiene también una excelente biblioteca, pues precisamente la de este palacio fue la primera biblioteca pública de Sevilla abierta o iniciada durante el arzobispado del cardenal Lluch (1877-1882). Conmemorando la obra de este insigne personaje, su retrato luce a la entrada de la biblioteca.
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