La negativa de Europa
EN su primera conferencia de prensa de 1986, el presidente Reagan se ha dirigido a sus aliados, y de un modo muy particular a los europeos, pidiéndoles que se sumen a las medidas adoptadas por EE UU para someter a Libia a un aislamiento económico. Se había anunciado que Ronald Reagan presentaría pruebas irrefutables de la responsabilidad libia en los últimos atentados terroristas. Pero lo cierto es que las declaraciones del presidente han sido tan ricas en retórica como pobres en demostraciones. Conviene agregar que las medidas anunciadas tienen escasísimos efectos para EE UU, ya que Washington rompió ya en 1981 sus relaciones con Trípoli; para numerosos Estados europeos, sin embargo, interrumpir lo! intercambios comerciales y económicos con Libia acarrearía consecuencias serias.Todas las noticias sobre las reacciones provocadas en Europa por esta demanda norteamericana -formulada ya por diversos canales antes del plantearrúento último del presidente- coinciden en que la respuesta es negativa, incluso por parte de Gobiernos como los del Reino Unido y Alemania Occidental, que suelen manifestarse identificados con las posiciones norteamericanas. Asimismo, fuera de Europa, la reacción de Canadá ha sido adversa. La razón fundamental de esta coincidencia reside -aparte de las obvias razones económicas- en que nadie puede creer que un aislamiento económico de Libia sea el remedio capaz de poner fin a las actividades terroristas. No se trata de poner ahora en duda las relaciones del coronel Gaddafi con determinados grupos terroristas. Gaddafi ha venido admitidiendo esta proximidad, si bien -y esto es sintomático- en sus últimas declaraciones ha tendido a mostrarse más distanciado. Con todo, y aun existiendo dichas conexiones, es temerario convertirle en el culpable del terrorismo. ¿Es acaso Libia el único Estado con relaciones de ese género? Y no siendo así, ¿por qué aprobar medidas contra él y no contra otros?
Quizá el hecho que demuestra con más claridad el desacierto de la propuesta de Reagan es la respuesta del mundo árabe, expresada tanto en declaraciones de los diferentes Gobiernos como en la Conferencia Islámica, reunida estos días en Fez. Incluso los países que consideran al coronel Gaddafi como un enemigo encarnizado -caso de Egipto- han manifestado, ante las amenazas norteamericanas, su solidaridad con Libia. Y ello ha dado lugar al sorprendente hecho de que Libia haya decidido terminar sus ataques propagandísticos contra Egipto e Irak.
Por otro lado, si Europa aceptase la demanda de Reagan, ello contribuiría a convertir a Gaddafi ante masas amplísimas en símbolo y héroe de la causa árabe, y perderían con ello protagonismo los líderes árabes moderados. El ministro italiano Andreotti, uno de los diplomáticos actuales más sutiles, insiste, con razón, en que para luchar contra el terrorismo con eficacia hace falta tener en cuenta a países que, por su papel en el conflicto de Oriente Próximo, disponen de posibilidades para limitar y suprimir las ventajas de las que se valen los grupos terroristas para justificar sus atentados. La política preconizada por Reagan llevaría, en cambio, a un peligrosísimo enfrentamiento entre el mundo industrializado (Europa occidental, alineada con EE UU e Israel) y el conjunto de los países árabes. Que ello pueda ser un freno para el terrorismo es más que dudoso: más bien podrá ocurrir lo contrario. En ese sentido, no se puede olvidar que el terrorismo se alimenta en no pequeña medida de una fanatización de las desigualdades que carácterizan el mundo contemporáneo.
El método empleado por Reagan en toda esta cuestión no puede por menos de provocar interrogantes. No sólo ha prescindido de los requisitos mínimos para que una actitud común de Europa y EE UU sea viable; ha colocado además a los Gobiernos europeos ante demandas públicas y concretas dictadas en Washington. Ha mantenido, por añadidura, la amenaza de medidas militares contra Libia, y ha agregado así un motivo decisivo para que Europa conteste negativamente. De nuevo sale así a flote ese permanente desconocimiento de Europa que ha caracterizado la gestión de Reagan. Pero quizá tampoco deba descartarse en su comportamiento la necesidad que siente Reagan de dar a su política una base casi religiosa que le muestre como el defensor del bien. El terrorismo, el paria Gaddafi, son ahora ese mal propicio para que él pueda revestirse de cruzado universal en pro de la justicia. No hace falta insistir en la gravedad de las consecuencias que esa actitud entraña.
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