El Apocalipsis según Videla
El fiscal Julio César Strassera, diabético y fumador empedernido, desgranó, durante mañanas y tardes interminables, las cuentas del largo collar de atrocidades. Jorge Luis Borges no aguantó mucho rato, y tuvo que retirarse de la sala: el autor de Historia universal de la infamia no podía soportar la exposición -parcial- de las infamias reales, testificadas con notable pudor por los sobrevivientes. Entre tanto, Videla leía. Strassera dijo: "Este juicio y esta condena son importantes y necesarios para la nación argentina, que ha sido ofendida por crímenes atroces. Su propia atrocidad torna monstruosa la mera hipótesis de la impunidad". Videla, entre tanto, leía. Adriana Calvo declaraba: "Estaban cansados de torturar toda la noche, y por fin se cansaron de mí también. A mí me dio en un momento la impresión de que ni ellos mismos sabían por qué estaba yo allí; se preguntaban entre ellos por qué estaba yo allí", y Videla leía. Pablo Díaz, el único sobreviviente de la nefasta Noche de los lápices largos (14 adolescentes secuestrados, torturados, vejados y luego desaparecidos), narraba la violación de una niña, y Videla leía. Acusado de 83 homicidios, 504 privaciones de libertad ilegales, 254 tormentos fisicos y 23 reducciones al estado de esclavitud, Videla leía.¿Qué leía Videla mientras desfilaban abuelas desesperadas, madres huérfanas de sus hijos, mujeres violadas, adolescentes ultrajados? Videla leía Las siete palabras de Cristo, de Charles Journet. Especialmente el capítulo 'Reflexiones sobre el Apocalipsis'. A Borges, y probablemente a cualquier otro escritor, el dato le hubiera parecido grotesco: grotesco por obvio. Y sin embargo, la imagen de Videla leyendo el Apocalipsis mientras las víctimas relataban castraciones, amputaciones, secuestros, empalamientos y hemorragias está inscrita en nuestro inconsciente colectivo: monjes civilizadores que queman brujas e indígenas mientras recitan sus oraciones, conquistadores europeos que encadenan negros para trasladarlos a sus plantaciones, científicos nazis que amputan miembros o realizan experimentos con mujeres judías secuestradas en un campo, centrales nucleares que envenenan suave y letalmente a pobladores indefensos. En todos los casos, el fanatismo civilizador, en el nombre del cual se justifica el horror.
Videla, el Iluminado, según la profecía, pretendió instaurar un reino de generales allí donde san Juan vaticinó un reino de sacerdotes. Como éstos, se sintió depositario de la verdad. Y no hay nada más temible para nosotros, los débiles mortales, conocedores de la turbación y de la duda, que un redentor suelto. Nosotros, los débiles mortales, que huimos de los uniformes, las insignias, las condecoraciones, el servicio militar y cualquier servicio absoluto, tenemos un trato dubitativo con la verdad. Sabemos que la verdad, si existe, es tan ambivalente, contradictoria, equívoca y oscura que no alcanza para iluminar a nadie, ni tiene fuerza para imponerse. Viene mezclada, como la dicha.
Videla cambió los siete candelabros de oro del texto bíblico por la picana eléctrica y los electrodos: así se adecuaba a la técnica moderna, releía el Apocalipsis, dándole una acepción contemporánea. Y seguramente se creyó acreedor del versículo 7, II: "Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en el Paraíso de Dios".
Un iluminado civil es siempre un hombre de cuidado. Nos da con la verdad en la cabeza y no soporta disensiones. Hay gente que ha sufrido, en una sola vida, diversas iluminaciones, muchas revelaciones: primero fueron comunistas, luego hippies, después vegetarianos, más tarde fumadores de hachís, emigrantes a la India y, por fin, ácratas. (A veces han sido feministras; otras, no.) Cada nueva verdad, cada nueva conversión anula radicalmente la anterior, pero tiene el mismo fanatismo, el mismo furor. Una religión sustituye a la otra, y cada vez se empieza de nuevo. Pero un iluminado militar es una catástrofe para la humanidad, porque agrega al fanatismo de toda verdad absoluta la rigidez psicótica de una estructura institucionalizada. Son dos delirios que se juntan: doblemente redentores, doblemente salvadores. Pero entre el místico paranoico de Videla y el corrupto y especulador Massera no alcanzaba, seguramente, para instaurar este apocalipsis de terror, sexo, violencia que ahora, leve y cautamente, se juzga, este infierno que quizá sólo Pasolini, con su Saló, pudo concebir. Me refiero, claro está, a la complicidad internacional. Quienes ahora se horrorizan (políticos, medios de comunicación, etcétera) fueron casi siempre cómplices no sólo del silencio que rodeó a estos años de horror, sino también de algunas de las ceremonias del Apocalipsis de Videla. Recordemos, por ejemplo, el Mundial de 1978: la campaña, promovida desde el exilio, para no concurrir al campeonato de fútbol presidido por el Iluminado cayó en el vacío. A nadie le interesaba demasiado no asistir al Mundial, y éste se jugó mientras en la ciudad subterránea, esa que construyeron los militares para sus orgías de violencia, sexo y muerte (habría que agregar: y mesianismo redentor), se torturaba, se cavaban fosas secretas, se inmolaban prisioneros. La ayuda económica, esa que se negó a Salvador Allende, por ejemplo, fluyó como corriente verde sobre los generales proféticos. ¿Cuántas denuncias, cuántos testimonios no tuvieron espacio en las páginas de las revistas y de los diarios europeos porque el genocidio argentino "no tenía interés"?
Las condenas impuestas a los generales del reino divino de Videla son una anécdota más en esta cadena de untuosa hipocresía. Como no se puede juzgar a cada uno de los militares argentinos, ni a la Iglesia ni a la patria financiera (todos aquellos que se beneficiaron con el apocalipsis), ni se juzgará el silencio cómplice, la ayuda internacional o la indiferencia, el parámetro de la justicia ha quedado completamente desvirtuado. Sólo tiene carácter simbólico.
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