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Tribuna:LA MUERTE DE UN CLÁSICO
Tribuna
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El enamorado de la Diosa Blanca

"Desde los 15 años, la poesía ha sido mi pasión dominante", escribió Robert Graves 50 años después, al empezar una de sus obras fundamentales, La Diosa Blanca. Esta pasión gobernó su vida, y es ella, precisamente, la que confiere esa unidad esencial que preside una obra en apariencia tan dispersa y versátil. Graves ha dejado una obra monumental, de más de 100 volúmenes, compuesta por medio centenar de libros de poesía, casi dos docenas de novelas y relatos, libros de investigación histórica y de crítica literaria. Pero, fuera cual fuese el paisaje que hollara, desde la Roma clásica a la hipotética Nueva Creta del futuro, del mundo de los mitos griegos a los judíos o a los pardos galeses del siglo XIII, del emperador Claudio a los argonautas o al conde Belisario, su acercamiento a estos temas tan dispares ha sido siempre sub specie política.En 1929, al terminar su autobiografía, dijo adiós a todo eso a su juventud estudiosa, a Oxford, a la guerra mundial -de la que salió convertido en un sereno pacifista-, a la familia y a las neurosis.

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Desde entonces eligió Mallorca como retiro: un refugio para un trabajo incansable y laborioso, en uno de los centros mágicos de ese Mediterráneo que tanto amó. Allí se convirtió en don Roberto, como si también hubiera llegado a configurarse como uno de sus propios mitos. La guerra española y la II Guerra Mundial le expulsaron de allí unos cuantos años, pero volvió otra vez para quedarse definitivamente. Y cuando volvió a su autobiografía declaró que se sentía feliz de que no le hubiera ocurrido ya nada que pudiera tener interés autobiográfico.

Durante medio siglo habitó, pues, entre nosotros, que le conocimos poco y solamente casi al final.

Si no hubiera llegado a finales de los años setenta el triunfo excepcional de aquella serie televisiva basada en su magistral díptico de Yo, Claudio y Claudio, el dios, y su esposa Mesalina, se hubiera ido casi en silencio. Y en silencio estuvo, ciertamente, los últimos años de esta larga vida, aquejado por la enfermedad.

Robert Graves estuvo entonces en el origen de esa incontenible moda historicista que se ha apoderado del mundo literario español, de autores, editores y lectores, precediendo los grandes éxitos de Marguerite Yourcenar o Umberto Eco.

Pero hay que señalar que aquellos libros de Graves databan de mediados de los años treinta, como también las Memorias de Adriano databan de los cincuenta.

La mejor literatura se suele conocer por su capacidad de resurrección.

Robert Graves escribió de los mitos como sí fueran historia y escribió de la historia como si fueran mitos: al final, sin dejar de respetarla, la ficcionalizó en sus grandes novelas. Inventó otro origen para la Odisea en La hija de Homero, respetó las leyendas de los argonautas en El vellocino de oro, las de El conde Belisario; se hizo inquietante y misterioso en Antigua, penni, puce -que aquí se llamó El sello que naufragó- y hasta trazó una fábula de ficción científica filosófica en Siete días en Nueva Creta.

Paseo por los mitos

Sus largos paseos por los mitos le integraban en una clara tradición británica, en el camino de La rama dorada. Pero Fraser fue más científico y positivista, mientras que la pulsión de Robert Graves siempre fue eminentemente poética, más intensa e imaginativa. Dedicó toda su vida a desvelar el rostro de la Diosa Blanca, esa faz escondida y mágica que está siempre presente en las profundidades de la poesía. A ellas le fue fiel hasta el final, y ella le recompensó largamente en el fruto de una de las obras más serias, conscientes y sólidas de las letras universales de este siglo.

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