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Tribuna:LA MUERTE DE UN CLÁSICO
Tribuna
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Adiós a todo eso

Robert Graves conjuró la guerra y la muerte en algunos poemas y en Adiós a todo eso, la autobiografía escrita a los 33 años -al año siguiente, su padre, poeta patricio del renacimiento literario inglés, escribía Retornar a todo eso-. Durante la gran guerra, Graves luchó en los campos de Francia, en el regimiento de Reales Fusileros Galeses. El mismo día que cumple sus 21 años es dado por muerto, pero, afortunadamente, The Times, de Londres, tendría ocasión de rectificar aquel obituario inexacto.Diez años después del fin de la guerra -años atroces para Robert Graves-, por consejo de Gertrude Stein, decidió irse a vivir a Mallorca y se construyó una casa en el pueblo de Deià: allí vio la Luna más intensa de Europa y comprendió que el tema de la poesía no es otro que el amor y el temor que el poeta siente ante la musa. Nada es posible sin la ayuda de la Diosa Blanca -diosa triple: madre, amante y destructora de los hombres- y de aquellas mujeres poseídas por la belle dame sans merci, de las que hay que enamorarse cueste lo que cueste.

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En Deià reescribió la mayoría de sus poemas primeros, añadiendo a su work in progress numerosos poemarios. Tal vez sea hoy mejor conocido por sus novelas históricas -el emperador Claudio tartamudea, gobierna y busca su supervivencia; la mujer de Milton contempla a su marido con escasa misericordia; los argonautas navegan por el Mediterráneo, viejo desde siempre; Nausica revela sus astucias; en Nueva Creta, el mundo perfecto ofrece más decepciones que gloria-, pero él mismo ha confesado que las escribió para pagar deudas.

Como poeta, fue tan astuto que logró que Dionisos le ayudase a ser apolíneo. En su lírica respeta los ciclos de la tierra, mientras el mundo moderno destruye profusamente estatuas y mitos, arrasando los logros apolíneos y el vigor dionisiaco. Afirmaba que la poesía de la musa se compone en la parte posterior del cerebro: extraño producto de un trance en el cual las emociones de amor, miedo, dolor o rabia son profundamente parecidas, pero al mismo tiempo poderosamente disciplinadas; en el cual un pensamiento intuitivo reina supralógicamente y el ritmo personal subyuga el metro a su designio. Sus poemas son miniaturas de alta tensión emocional, temas, de estilo seco, de superficie casi fría e ingeniosa, pero las aguas quietas fluyen en las profundidades con ansiedad y goce exaltado.

No quiso usar otro instrumento que el de la tradición -apostando sin cesar por las formas tradicionales de la poesía y la inconmensurable riqueza de la lírica anglosajona-, en pos de formas breves y dicción precisa. En la dramatizaclón lírica del amor halló su constante rejuvenecerse: "La muerte no tiene otra alternativa que el amor, / ni el amor otra que la rnuerte".

La diosa blanca -gramática histórica del mito poético- da un esquema de pensamiento a su poesía -como hiciera Yeats con Una visión-. Por decirlo así, Graves se construye su mito y comprende entonces a dónde le llevan, casi a ciegas, sus poemas. Si Apolo había eliminado a la Diosa Blanca de la vida de los poetas, ahora aquella divinidad reaparece con toda la potencia dionisiaca de la filosofia anterior a los filósofos. Tras esa exploración de la oscura patria del mito, el perfil del unicornio habita nuestros sueños y la sombra de las siete columnas de la sabiduría deja sus huellas en el corazón.

Escribiendo sobre su amigo T. E. Lawrence y la revuelta árabe, Graves titula uno de los capítulos Cómo cazar y domesticar un unicornio: también descubriría que en un templo poco visitado mora una enigmática hermana de la Diosa Blanca, de "ojos negros de ágata", que puede ofrecernos un feliz territorio de amor cierto y justo. Del laberinto de sentimientos de la vida, Graves regresaba siempre con poemas de intensidad nítida y de concisión rotunda: nada más lejos de ciertas parafernalias verbales de la literatura contemporánea a. las que Graves -llamó al Joyce de Ulises esquizofrénico- juzgaba con desdén. Ajeno a las falacias patéticas, eficaz en su expresión, remoto en sus raíces y seguro de su tradición, Robert Graves obtuvo el improbable logro de acotar un nuevo territorio de la conciencia poética entre Apolo y Dionisos.

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