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LA MUERTE DE UN CLÁSICO

Fallece en Mallorca Robert Graves, poeta, novelista y erudito

Cuando Gertude Stein aseguró a Robert Graves que Mallorca era el mejor lugar para su irrenunciable aislamiento, el poeta ya había escrito, con 33 años, una autobiografía precoz que asombró a los literatos curiosos de una época agitada por la guerra de las trincheras. Adiós a todo eso sentenció para siempre la distancia que lo salvaría del mundo y que, con los años, lo entregó a una muerte lenta y dulce.Sus primeros libros de poemas, publicados antes de la primera guerra mundial, mostraban la incipiente manifestación de una talento poético formal, pero alejado todavía del intenso sufrimiento personal que el poeta había concebido como condición inexcusable para habitar las difíciles moradas de la poesía.

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En 1916 Robert Graves había sido gravemente herido en un pulmón y en una pierna. Su estado era tan deplorable que los mandos del ejército inglés, aconsejados por el diagnóstico resignado de los médicos del campo de batalla, comunicaron apresuradamente a la familia el fallecimiento del joven oficial. Las reflexiones posteriores de Robert Graves, que permaneció durante horas sepultado con los cadáveres de sus compañeros, señalan el significado que le otorgó aquella juvenil simulación de la muerte.

En 1929 Robert Graves se había instalado en Deià. El pequeño pueblo de la sierra mallorquina, para iniciarse en el rito poético y transmutar la convulsa disposición de sus entrañas según los dictámenes de una antigua cofradía ya disuelta y heredera de hallazgos milenarios. En esta primera estancia en la isla, a la que Robert Graves llegó divorciado, acompañado de la escritora Laura Riding y dispuesto a no vivir nunca jamás en Inglaterra, el escritor compuso largas colecciones de poemas y, entre otros libros, escribió El Conde Belisario, Yo Claudio y Claudio el dios. Graves había conocido en 1926 la universidad y sus temores y perezas institucionales a raíz de una tensa experiencia como profesor de Literatura en El Cairo.

Dueño y señor de la indiferencia independiente que había conquistado con penuria Robert Graves lanzó, plenamente seguro de sí mismo, los anatemas que ningún otro se atrevió a firmar: "Comprueba si el hechizo de Yeats es realmente el reflejo del fuego poético y no un pedazo de magia postdruídica lanzada por un pequeño hombre sobre las mentes jóvenes". "En cuanto a D. H. Lawrence: ¡qué desastre!, sus intentos de razonar la realidad de la mujer dan como resultado una masculinidad frustrada".

Severo juicio final

Cuando T. S. Elliot solicitó su apoyo para conseguir la liberación de Ezra Pound, Robert Graves contestó sin renuncias: "Si hubiera una sola línea o estrofa de Pound que me viniera a la mente como verdadera y hermosa me uniría a tu petición, pero hacerlo sólo porque es un nombre sería no tener principios. Perdóname. Espero ser juzgado con la misma severidad el día del juicio final".

En su segunda etapa en la Isla, desde el final de la segunda guerra mundial, Robert Graves escribió unos seis libros cada año. El rigor que dispuso contra sus semejantes fue el mismo que lo convirtió en un severo censor de sus propias debilidades. Su irritación ante lo que denominó mala conducta poética, le obligaba frente a su escritorio: "Cuando escribo poesía sufro muy dolorosamente como si estuviera operándome mi propio cráneo".

La teoría que estructuraba los avatares de la historia según la visión adecuada al poeta verdadero -calificativo que los poetas charlatanes hacían necesario- fue sorprendentemente presentada en un libro polémico finalizado por Robert Graves en Deià. La Diosa Blanca, publicado por T. S. Elliot en 1948 en la editorial Faber & Faber, defendió desde el adecuado espíritu de la lengua los preceptos inexcusables al poeta y los castigos propios de la inconsecuencia. El pequeño tratado incluye una peculiar defensa de la mujer como secreta rectora de los infortunios históricos.

Cuando el poeta Ernesto Cardenal lo visitó en Deià, en la década de los cincuenta, Robert Graves lamentó la ausencia pública de la mujer mallorquina y afirmó que "cuando la mujer está vinculada a la cultura, la cultura florece; en caso contrario, decae".

En 1954 Robert Graves fue designado Clark Lecturer del Trinity College de Cambridge. Entre 1961 y 1966 fue profesor de poesía en la Universidad de Oxford. En 1968 ganó la medalla de oro en las olimpiadas culturales de México y la medalla de oro para poesía que concede la realeza inglesa como galardón a los mejores poetas del reino. En 1960 ya había recibido la Medalla de oro de The National Poetry Society of America. Sin embargo, ningún reconocimiento le libró de la angustia permanente y libremente aceptada. El mismo Graves se cuidaba a menudo de repetir en voz alta esta servidumbre: "El privilegio del poeta es pertenecer a una profesión totalmente anárquica. No hay escuela de arte que le garantice diplomas; no hay academia real que califique su capacidad técnica; no hay autoridad constituida que le aplique una disciplina. Su única responsabilidad es con la musa, una patrona severa que nunca está satisfecha con ninguna obra".

En 1955 escribió Los mitos griegos, un manual actualizado de los dilemas anímicos que ilustran las perturbadas decisiones del hombre y su transcurrir heróico o trivial o pervertido. En 1953 The Nazarene Gospel Restaured, escrito en colaboración con el erudito judío Joshua Podro, reconstruía, según las exigencias de los más recientes descubrimientos arqueológicos e históricos, las narraciones evangélicas. En 1946, recién llegado a la isla después de la segunda guerra mundial (en Deiá encontró su casa limpia y sus jardines podados por sus amigables vecinos mallorquines) el escritor publicó Rey Jesús.

La muerte apacible de Robert Graves, esperada desde hace años, rodeado de su cariñosa familia y del afecto de sus amigos, producirá consternación, desamparo e imposible consuelo en el pueblo de Deià ocupado desde 1950 por extranjeros nómadas y apóstoles imprevisibles de la obra de Graves, refugio también de buscadores, pintores y poetas vagabundos, atraídos todos por la leyenda difundida involuntariamente por el carisma del escritor, el pueblo vivirá la intimidad de una ausencia impresionante. El mensajero de la diosa ha muerto para siempre. Quizá Siete días en Nueva Creta contenga el truco de este último viaje. Los hippies viejos escondidos en Deià llorarán.

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