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Reportaje:LA MUERTE DE UN CLÁSICO

En la ciudad del pasado

Como un imán, la muerte tiene el poder de atraer los recuerdos en que se compendia la vida del que acaba de elegir. Corona de flores que se deposita ante su imagen, esos recuerdos a veces, asociaciones aparentemente gratuitas constituyen el mejor homenaje que queda rendirle. Y son también un juicio. Un juicio sumarísimo, provisional, pero intenso, en el que el desaparecido resurge paseando por una avenida de cuadros y gestos que, sin saberlo, para él tenía diseñada y preparada nuestra memoria.La avenida que lleva el rótulo de Robert Graves presentaba en mi memoria tres intersecciones importantes: Deià, el sello que naufragó y la Diosa Blanca.

Deià no era sólo el enclave montañoso y ultrarromántico que un escritor inglés eligió a finales de los años 20 como el lugar en el que residiría el resto de su larga vida. No era sólo el lugar cerca del cual Raimundo Lulio fundó su visionaria Escuela de Lenguas Orientales en el siglo XIII, o el que, en la segunda mitad del siglo pasado, ese extraño príncipe y giróvago que fue el archiduque Luis Salvador de Austria había visto como una amplia comisa en la que desplegar miradores sobre el mar y el sol poniente.

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La cicuta de la diosa

Deià era el corolario de la poética de Robert Graves: la poesía sólo puede surgir en el bosque y sus prestigios, en la montaña y sus rumores. El primer lenguaje del poeta es el de los árboles. Graves, en las soledades intactas y magníficas de Deià, tuvo que sentirse como el polo opuesto de Sócrates, el sofista de Atenas, el parlanchín que se ahogaba fuera de los muros de la ciudad, el inquisidor y desvelador de mitos, el despreciador de la Diosa Blanca que vive en los terrores y deleites de la selva. Como pago, según Graves, ella obsequiaría a su enemigo con el amargo jugo de la planta de flores blancas que le está consagrada: la cicuta.

Enlazado a la Deiá de Graves, compareció El sello que naufragó, esa deliciosa novela juvenil en la que Graves relata las peripecias de un viejo y valioso sello de la isla caribeña de Antigua. El mundo del sello es el del Londres que Graves no tardaría en abandonar -con sus subastas, sus teatros y sus tribunales de justicia-. Desde esa ciudad el escritor Oliver podía, sin duda, contemplar la vastedad del universo. Pero ese universo cabía en los estrechos márgenes de un álbum filatélico.

El naufragio, no del sello de Antigua, sino de toda una colección filatélica, puede ser el impulso que hay detrás del viaje de Graves a España, de su instalación en un lugar perdido en la Serra Tramontana. Pero en ese impulso estaba también la palabra. Cuenta Robert Graves que a la edad de diez u once años encontró en el dormitorio de su hermano mayor, que se había marchado al extranjero, un manual de conservación española. Lo estudió y decidió que "era un idioma muy claro y limpio. Los españoles deben ser buena gente -pensó-. Ojalá lo enseñaran en mi escuela en vez del alemán y el francés".

Deià y sus ciudades

Muchos años después hizo otros descubrimientos: le gustaban más los vinos españoles que los franceses. Y prefería la pintura española a la italiana. Cuando su amiga Gertrude Stein le dijo que "Mallorca es un paraíso" no dudó más. Pero no se dirigió a El Terreno, donde la colonia inglesa jugaba al bridge día y noche, ni a Pollensa, donde los ingleses se dedicaban igualmente al póker, sino a Deià.

En esa ciudad de la naturaleza o, mejor, absorbida por la naturaleza y el rumor no lejano del mar, Robert Graves pudo rastrear los caminos que llevan a la ciudad del pasado. Descubrió varias, opuestas ciudades.

Por un lado, estaba la Ciudad Eterna, la Ciudad de los Césares, con su desalmado gobierno universal, con la celeridad de sus venenos y la impotencia de sus conjuraciones, con sus triunfos resonando por calles pavimentadas de mármol, con sus incendios y también con la conflagración universal de los estoicos. Para verla no eligió a un Nerón cantante, poeta y actor, ni tampoco a un demente como Calígula o a un modelo de gobernantes como Augusto. La vio con los ojos de Claudio, un emperador tachado por los historiadores de tonto, un viejo tartamudo e infeliz, especialista en gramática, inventor de dos letras efímeras, en fin, un emperador que nunca aspiró a reinar. Que aceptó la corona sencillamente porque no quería perder la cabeza. Es esa una historia muy conocida, y notable es el acierto de Graves -un acierto tan de nuestro siglo- al elegir como héroe a un antihéroe. También Junger, desde el polo opuesto de la literatura alemana, prefería también a los héroes escondidos a los que actúan como "camareros de noche" en las alcazabas donde se embriagan los cóndores y los poderosos.

Por otro lado, vio Graves la Ciudad del Pasado en la forma emblemática de Nueva Creta. Siete días en Nueva Creta es una novela de ciencia-ficción arqueológica, de un futurismo que el autor situa en un pasado intemporal. Es la fantasía de un mitólogo, de un sabio que aprendió el deporte de la vida en el estudio de los mitos. En Nueva Creta hay, sobre todo, magos y archiveros: ello tal vez se debe a que en ese país se ha abolido el tiempo "en la misma ocasión en que se decidió a abolir el dinero; pues el poeta Vives rogó apasionadamente: "Puesto que el tiempo es dinero, al tiempo hay que destruir".

Graves no podía pensar, ciertamente, en un mundo sin archivos, pero en la Casa de los Archivos que imagina no hay parecido a carpetas, guías oficiales, impresos, papel secante, o papeleras. Vives, el famoso poeta neocretense, había escrito "el papel se alimenta del papel y de la sangre de los hombres".

Siete días en Nueva Creta, aunque publicada en 1949, anuncia curiosamente el mundo del hippismo que, en la isla hermana de Mallorca, en Ibiza, florecería en los años 60 y primeros 70. En efecto, los sofócratas de Nueva Creta se declaran enenugos del inodoro, los hornos de incineración y los tractores. En Nueva Creta, además, conviven pueblos monógamos con otros políandricos. En ese país utópico los poemas pueden hacer las veces de dinero, se rechaza la hegemonía de la divinidad masculina y se restituye en su trono a la Diosa Blanca, a cuya luz espectral y hechicera gira la poesía, el ensayismo y la narrativa de Robert Graves.

Ambigua blancura

La fascinación que esa diosa nacida en el Egeo o Mujer Omnipotente ejerció sobre Robert Graves aparece copiosa y variadamente en su obra. Incluso se pueden adivinar sus rasgos en la emperatiz Livia o incluso en Jane Palfrey, la famosa actriz-empresaria que reclamaba el sello de Antigua a su hermano escritor (reclamación que éste, naturalmente, no atiende). Diosa orgiástica y letal, casta y vampiresa a la vez, los que la adoran están convencidos de que una divinidad masculina sería una contradictio in terminis.

Pero la blancura de esa Diosa es extrañamente ambigua. El intuitivo Coleridge había mencionado la lepra. Raimundo Lulio tuvo también una experiencia análoga en la catedral de Mallorca. Graves piensa que "en un sentido es la grata blancura de la cebada perlada. O del cuerpo de una mujer, o de la leche, o de la nieve no manchada". Pero, en otro sentido, "es la blancura horripilante de un cadáver o de un espectro, o de la lepra".

Sabemos que esa blancura maravillosa Robert Graves la vío también en la nieve que, hasta finales del verano, se puede encontrar entre las grietas del desfiladero por donde discurren las aguas del río de la Estigia. Los "pilares de plata" de la Estigia, Robert Graves los conoció, y no los conoció solo por Hesíodo.

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