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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La deuda y el Banco Mundial

LAS PROPUESTAS del secretario del Tesoro norteamericano en relación con la deuda de los países en vías de desarrollo han recibido una acogida más bien fría por parte de los principales bancos del mundo, reunidos hace unos días en el Instituto Internacional de Finanzas de Washington. La propuesta de Baker constaba de tres puntos fundamentales: el primero se refería a la necesidad de que los países endeudados llevasen a cabo políticas de ajuste positivas que favoreciesen a la vez el crecimiento y la solvencia; la segunda se dirigía a las organizaciones internacionales, Fondo Monetario Internacional, y sobre todo Banco Mundial, para que participasen más activamente en promover el desarrollo de estos países (esta última inititución debía a ortar 9.000 millones de dólares en los próximos tres años), y, por último, la tercera propugnaba un aumento neto de los préstamos de los bancos privados a los países endeudados de 20.000 millones de dólares. Es de esto último de lo que se ha discutido en Washington.La propuesta de Baker representó un cambio importante en la actitud norteamericana en relación con la deuda de los países en vías de desarrollo, puesto que significó el fin de la política de desconocimiento oficial del problema. Hasta la última reunión del Fondo Monetario Internacional en Seúl, Estados Unidos consideraba que lo s problemas de la deuda eran un asunto que concemía a los países y a los bancos afectados, sin que en ello tuviera que intervenir para nada la Administración norteamericana. Tal vez fuese el recuerdo del episodio del Continental Illinois (uno de los grandes bancos privados norteamericanos que tuvo que ser reflotado con dinero público hace unos meses, a pesar de las proclamas librecambistas de la Administración norteamericana) el que hiciese avanzar la idea en los espíritus; hay problemas en los que, quiérase o no, se ve implicado el sector público incluso contra su voluntad. En este caso, la prudencia económica se ve doblada por la necesidad política: un ajuste muy duro en los países afectados, y muy especialmente, en los latinoamericanos, podría poner en tela de juicio la estabilidad de los regímenes y provocar unas tensiones sociales indeseables en una zona de gran importancia estratégica para Estados Unidos.

La Administración norteamericana parece entender que es preferible que estos problemas se resuelvan con dinero privado. El argumento avanzado para convencer a los bancos de que aumenten sus préstamos es bastante contundente: de no hacerlo, se dice, podrían correr el peligro de que algún país no respondiera de sus deudas, ejemplo que en la situación actual podría transformarse en una bola de nieve que pusiese en entredicho la solvencia de algunos grandes bancos. Como argumento adicional se añade que, a veces, el seguir prestando a un deudor en apuros puede mejorar su situación y, por consiguiente, la calidad del riesgo, lo cual podría mover a los organismos supervisores a reconsiderar la clasificación de algunos de estos países. A este argumento corresponde simétricamente otro de mayor alcance para los bancos: aquéllos que no estén dispuestos a prestar dinero a los países con dificultades reconocen implícitamente el carácter dudoso de sus clientes y podrían ser obligados a reconocer como pérdida una buena parte de sus créditos. La amenaza es de talla, pues algunos bancos norteamericanos han prestado a estos países cantidades superiores a. sus propios recursos de capital.

Lo esencial de este proceso es la aparición de un nuevo interlocutor en el drama de la deuda de los países en vías de desarrollo. La partida se juega ahora a tres bandas: países endeudados, bancos acreedores y Administración norteamericana. Las declaraciones de los banqueros reunidos en Washington no son otra cosa que la fijación de una postura negociadora frente a los organismos públicos norteamericanos e internacionales. Algo se mueve en este complejo entramado, con el trasfondo de una deuda que sólo en su tramo privado ronda los 300.000 millones de dólares, o sea, unos 48 billones de pesetas. Al fin y al cabo, más allá de un cierto límite, sin duda ya traspasado, la suerte de los deudores termina por unirse a la de los acreedores, y la única manera de salir del atolladero actual consiste en acelerar prudentemente la tasa de crecimiento de unos y otros.

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