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La 'guerra de los espías'

Una 'piscina' agrietada

El 'caso Greenpeace' ha colocado contra las cuerdas a los servicios secretos franceses y desacreditado al propio Gobierno

Soledad Gallego-Díaz

Las aguas de la piscina (Dirección General de Seguridad Exterior) están revueltas: dos de sus agentes esperan juicio a miles de kilómetros de su país, y en casa han comenzado a caer cabezas: la del propio director de la DGSE, el almirante Pierre Lacoste, la primera. El caso Rainbow Warrior se ha convertido ya, para la historia, en el peor escándalo de los servicios secretos franceses desde que, en 1965, dos agentes detuvieron en pleno Saint Germain des Pres al líder de la oposición marroquí, Mehdi Ben Barka, del que nunca más se volvió a saber nada.

En el edificio blanco de ocho pisos del bulevar Mortier, a pocos pasos del conocido cementerio del Pere Lachaise y de las no menos famosas piscinas Tourelles, las caras están largas y las bocas cerradas. Única consigna: "Nosotros actuamos bajo órdenes". ¿Quién dio la de hundir al barco insignia de la organización ecologista Greenpeace? Algunos pretendieron filtrar la idea de que la orden no existió, ni a un nivel ni a otro, y que fueron agentes de otro país" los que colocaron las cargas explosivas.

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La teoría no se tiene en pie, después de las revelaciones de Le Monde y del semanario L'Express. Británicos pusieron sobre aviso a sus amigos neozelandeses de la inmediata llegada a su territorio de "espías franceses" y los parientes lejanos norteamericanos, que intuyeron la maniobra, tampoco movieron un dedo para impedir que sus colegas galos se metieran hasta el cuello en el pantano. Bien es cierto que el MI-6 y la CIA tienen una pobre opinión de los servicios secretos franceses. "Si nunca han estado involucrados en escándalos de desertores es porque nunca han tenido la menor red de información en los países del Este", comentan con sordina expertos norteamericanos. Se dice que hasta 1982, Francia sólo poseía antenas en Checoslovaquia, y que aun hoy sólo ha sido capaz de montar oficinas en Polonia y Rumanía.

En otras épocas, sin embargo, los espías franceses despertaban un cierto interés por sus informaciones sobre África y Oriente Próximo, sus dos campos de trabajo más tradicionales. Sus recientes fracasos en Chad, donde fueron sorprendidos por las iniciativas del coronel Gaddafi, y en Centroáfrica, donde no olieron un golpe de Estado, disminuyeron aún más su prestigio exterior.

Se explica el recelo de los socialistas cuando llegaron al poder en 1981. El entonces llamado Servicio de Documentación Exterior y Contraespionaje (SDECE) siguió dependiendo, contra todo lo previsto, del Ministerio de Defensa, porque su titular, el mismo que ahora ha sido cesado, Charles Hernu, era un hombre de la plena confianza de Mitterrand.

Hernu entró en la piscina con mal pie: nombró director a Pierre Mairon, un experto en aeronáutica que fracasó estruendosamente y que tuvo que ser relevado un año y cuatro meses después de su nombramiento. Le sustituyó el ya mencionado almirante Lacoste, un hombre con fama de disciplinado, ahora teóricamente desmentida, pero con escasa experiencia en labores de espionaje.

Nada tan grave, sin embargo, como el escándalo del Rainbow Warrior; incluso si se analizan sólo los hechos admitidos oficialmente, la historia es poco edificante. El entonces director del Centro de Ensayos Nucleares de Mururoa, almirante Henri Fages, afirmó que Greenpeace estaba preparando una campaña contra las pruebas atómicas en el atolón, y pidió a la DGSE que "se anticipara". La demanda fue aceptada.

Para costear una operación tan cara como iba a resultar la de perseguir a Greeripeace en el Pacifico sur hacia falta desbloquear los llamados fondos especiales del destino particular, lo que conlleva la firma del entonces jefe del Estado Mayor del presidente de la República, general Jean Saulnier: Hernu ha reconocido formalmente que ordenó a la DGSE que investigara las actividades de los ecologistas en Nueva Zelanda y que fue informado del envío de "dos equipos": la tripulación del velero -Ouvea y un falso matrimonio, el comandante Mafart y la capitana Prieur. No explica por qué se eligió para una tarea de información nada menos que al número dos de la base de instrucción de submarinistas de combate, Alain Mafart, especialista en sabotajes. La tripulación del Ouvea salió de Aucklandantes de que se cometiera el atentado, y los otros dos agentes, vigilados por la policía neozelandesa desde que aterrizaron (gracias al chivatazo británico), no pudieron colocar ellos mismos los explosivos.

La versión de la Prensa

Las informaciones publicadas por la Prensa ofrecieron una versión más coherente: existió otro grupo -otros dos submarinistas- que no fueron localizados por el contraespionaje de Nueva Zelanda y que se encargó de llevar a cabo el trabajo sucio. Los otros dos equipos actuaron como apoyo y como liebre, lo que en el lenguaje de los servicios secretos significa hacer de señuelo y permitir al auténtico núcleo trabajar con tranquilidad. Los tripulantes del Ouvea (un velero que fue alquilado, equipado con material náutico muy sofisticado y presumiblemente hundido a toda velocidad cuando las cosas empezaron a ponerse negras) se encargaron de llevar los explosivos (ocultos en bombonas de oxígeno) y de proporcionar una lancha neumática Zodiac a los dos saboteadores. Fueron ellos, sin embargo, quienes alertaron al MI-6. Los servicios de contraespionaje británico estaban intrigados con unos desconocidos que compraban aparatos de navegación superespecializados con el pretexto de que iban a realizar un pequeño crucero en el Pacífico sur.

Los agentes franceses no estaban, sin embargo, excesivamente preocupados, al menos si se tienen en cuenta los errores que cometieron. Los tripulantes del Ouvea transportan el material de noche hasta la lancha Zodiac, pero lo hicieron tan sospechosamente que un transeúnte creyó que estaba asistiendo a un robo y alertó a la policía. Pocas horas después, otro vecino se quedó boquiabierto al ver que unos hombres hundían intencionadamente una Zodiac. La policía, nuevamente alertada, encontró equipos de inmersión y quizá restos de los explosivos que ya habían sido colocados bajo el casco del Rainbow Warrior, y que estallaron horas después.

Los dos saboteadores consiguieron abandonar la isla por vía aérea, y los tripulantes del Ouvea lograron también escapar, por muy poco, a las investigaciones de la policía australiana.

Un desenlace vulgar

El comandante Mafart y la capitana Prieur (ocultos bajo la identidad de matrimonio Turenge, de nacionalidad suiza), más ahorrativos, no creyeron correr peligro y volvieron a Auckland para entregar un coche que habían alquilado días antes. En las oficinas de la agencia les estaba esperando la policía neozelandesa. Mafart y Prieur mantuvieron durante varios días la ficción de su identidad, pero cometieron otros dos errores. El comandante llamó a un número de socorro en París, y la capitana, convencida de que ya había sido identificada, a su verdadero marido en un cuartel parisiense.

El escándalo era ya imparable, por más que, según el ministro de Defensa, la piscina y el almirante Lacoste se empeñaran en ocultar lo ocurrido hasta al propio presidente de la República, que es también comandante supremo de las fuerzas armadas.

Lo que a nivel político, siempre según el ex ministro de Defensa Charles Hernu, partió como una misión de información, se convirtió, sobre el terreno, en una operación de sabotaje en toda regla, tal vez porque los socialistas se habían olvidado de revisar el lenguaje-jerga de los servicios de espionaje, según el cual anticipar es "impedir por todos los medios", y neutralizar equivale a "matar, secuestrar o atentar".

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