La creación del círculo de hierro
El Estado, empresario ya de los teatros públicos, es ahora coempresario del teatro privado. Invierte en él lo suficiente como para ser un socio imprescindible: los beneficios que espera son de orden inmaterial. Esto es, la producción de una cultura, de una expresión, de un arte y de un medio de influencia sobre la sociedad.Durante siglos, el poder público se ha enfrentado con el teatro o ha tratado de dominarlo mediante prohibiciones, censuras, procesos -aún siguen-, persecuciones. Hace poco más de un siglo comenzó la alternativa: la compra. La burguesía se lo apropió, y lo hizo su instrumento para dos fines: hacia fuera -la influencia de su teatro sobre los otros, sobre el pueblo- y hacia dentro -su autocrítica, su espejo de boudoir-. Creó un círculo de hierro -locales suntuosos, altos precios de entradas, empresarios, divos, autores consagrados- en el que sólo se penetraba mediante pruebas de limpieza de sangre. Aparte de ese teatro, los marginales continuaban su lucha: independientes, vanguardistas, gentes metidas en sótanos o trabajando a la intemperie. Una lucha cada vez más difícil.Luego, la burguesía lo abandonó. Su ambición se ha planteado después por los medios posteriores: cine, televisión, vídeo. Este teatro yacente es el que compra ahora el Estado: en el preámbulo de la orden se habla de la necesidad de mantener la libertad creativa, la producción de lo nuevo, la independencia, la continuidad y la descentralización. Con la misma orden, sin variar el articulado, se podría hacer todo lo contrario: asegurar la programación, dar un sentido o una orientación a lo que se expresa, dirigir lo inmaterial.Con un Estado propietario de la televisión, y con una legislación directa sobre el cine, se podría intentar manipular seriamente el pensamiento. Es una tentación que estos legisladores dejan a sus herederos y en la que, en momentos de exasperación, podrían caer ellos mismos. La orden es tan minuciosamente vaga, tan estudiadamente escapista, que deja todas las posibilidades de interpretación al Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música (INAEM), al ministerio. A las personas de poder.El teatro libre puede existir: este Estado no es censor. finicamente sucede que la concurrencia con los teatros subvencionados y los precios políticos de las localidades la hace imposible. El producto se encarece al tiempo que el precio baja. Una larga aventura teatral termina aquí. Hay que insistir en que hay una situación de hecho que se viene produciendo desde hace años: la orden recoge, refunde y amplía. Crea su propio círculo de hierro. La inclusión de salas alternativas y de compañías no convencionales absorbe a los que se llamaron teatro independiente y mantuvieron una lucha heroica con el régimen anterior. El censo de empresarios de compañía y de local, pero también de asociaciones culturales -otra forma de independencia-, creará un fichero de derechohabientes o de quienes pueden ser coempresarios con el Estado.Autores novelesLas compras de obras de autores noveles y contemporáneos -con el derecho ministerial a no estrenarlas después de haberlas pagado si no son satisfactorias- y las creaciones de plazas de dramaturgos controla la producción en su origen. La mayoría ministerial del Consejo de Teatro -asesor- y de las comisiones de trabajo -para emitir dictámenes- puede mantener una dirección total: sobre todo, porque se supone que este trabajo estará remunerado por el INAEM.¿Quién tiraría la última piedra? La realidad es que el teatro estaba tocado de muerte y ésta es una alternativa. Habría otras: la subvención mecánica y objetiva a todas las producciones, la desaparición de cargas fiscales, el fomento de asociaciones de espectadores, el pago de una parte de todos los precios de las localidades... Pero todo esto es utópico. El que paga, compra. Y quiere una determinada mercancía. Aunque sea inmaterial; sobre todo, si lo es.
Babelia
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