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Del oficio al talento

Al evocar la todavía corta carrera cinematográfica de Mario Camus, nos topamos de bruces con una curiosa paradoja: siendo, como evidentemente es, el más normal de nuestros cinealtas, el menos atacado por la fiebre de la singularidad, el más ajeno a la patraña del llamado cine de autor, resulta que, precisamente por eso mismo, por su normalidad, es el más anormal de todo el censo de nuestros directores de cine.En España, al menos en este terreno, lo habitual es la rareza, y lo insólito, la normalidad. Normalidad es, por ejemplo, empezar a construir la casa por el tejado o, para no salirnos de donde estamos, aprender paso a paso a hacer cine antes de hacerlo. Ser hombre de oficio antes que de talento, o considerar oficio y talento dos lados de una misma moneda, o trabajar y dominar la gramática antes de ponerse a discursear a un universo supuestamente boquiabierto.

En este sentido, Mario Camus es hoy dueño indiscutible de tal normalidad, y se le nota cada vez más en las películas que hace, sobre todo si son consideradas en su conjunto, como lo que realmente son: un ascenso lento, humilde y progresivo hacia la conquista de un lenguaje propio. Su creciente, en cierta manera casi irresistible, solvencia profesional choca con el hábito, muy típico en las pequeñas cumbres del cine español, del director que, por el hecho de serlo, casi por dictado bautismal, se siente autorizado a tratar de tú a tú al autor del Génesis y escribir de él, con faltas de ortografía, que es un muchacho que promete.

Era costumbre, hasta hace poco tiempo, que muchos autores de sueños consideraran despectivamente a Camus como un artesano o un practicón. La costumbre, por fortuna, ya está pasando, porque este director es de los que acostumbran a recorrer un camino antes de llegar a alguna parte, y no al revés.

Y el camino de Camus es una hoy por hoy indiscutible demostración de que la practiconería conduce a. la originalidad cuando se ama profundamente lo que se hace y se afina la vista contemplando y analizando el mundo y sus comportarnientos a través del propio quehacer diario en él. La grosera práctica de las cosas, qué remedio, sigue siendo la antesala de la inspiración, del talento o, si se quiere, del espíritu.

Camus es un caso ejemplar de este viejo axioma del acoplamiento entre el arte de hacer cine, el arte de vivir de él y la capacidad de descubrir el mundo a través de su práctica e incluso su rutina continuada. Se veía venir, casi desde sus primeras películas, que eran tanteos arropados por textos literarios de Ignacio Aldecoa, que Camus estaba destinado a crecer paso a paso.

Hoy, de esta manera, conocemos los techos de casi todos los directores españoles con cierto relieve, pues casi se han vaciado en sus primeros pasos, pero en cambio ignoramos la altura de los techos del talento de Mario Camus, porque la sensación es que en cada película crece.

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