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Festival Internacional de Música y Danza de Oviedo

'El señor Bruschino', la ópera la bufa de Rossini

ENRIQUE FRANCO ENVIADO ESPECIALLa fidelidad a la ópera del Festival Internacional de Música y Danza, cuya undécima edición está en curso no sólo es interesante, sino que además constituye todo un signo de asturianidad. Desde Leopoldo Alas hasta Juan Cueto, desde Pérez de Ayala hasta García Alcalde, por citar sólo unos nombres, han estudiado la especial sensibilidad de los melómanos de Asturias para la ópera. Desde las noches líricas en el Fontán, a mediados del siglo XIX, hasta el renacer contemporáneo en el teatro Campoamor, la ópera ha sido algo que los asturianos escuchan, estudian y viven con gran apasionamiento.

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Los directivos del festival -no en vano se trata de un empeño de la universidad- programan cada año la ópera posible y la más interesante. Las posibilidades vienen dadas por los límites económicos. El interés, por la selección de títulos infrecuentes o francamente caídos en el olvido.Es el caso de El señor Bruschino, de Rossini, que habrá sido estreno para tantos, como lo será en Madrid el día que se represente. No deja de ser curioso este olvido de un compositor que ejerció enorme influencia en el ambiente español. Entre nosotros solían estrenarse los títulos rossinianos muy poco después de lo que ahora se denomina primera mundial; el modelo de Rossini era seguido por nuestros compositores, desde Carnicer a Barbieri, pasando por Arrieta, y el mismo Falla, si no la influencia, sí sintió gran admiración hacia el autor de El barbero de Sevilla, en la que le siguieron Ernesto Halffter, Joaquín Rodrigo e incluso Luis de Pablo.

Bien es cierto que, aparte El barbero, al gusto por el Rossiní de la ópera seria siguió la preferencia por el de la bufa: La cenerentola, La escala de seda o este divertidísimo y guiñolesco Señor Bruschino o el hijo por azar, con sus golpes de arco sobre los atriles, sus salomónicos crescendi, la pulsación rítmica que alcanza también a las sabias y cavattinas como las de Sofia y Florville en el primer acto, capaces de sostener la cuadrada belleza de la melodía, o el ingenuo despliegue de un teatro farsesco, que pide: a los cantantes una máxima habilidad como actores.

'Guerra de los escenarios'

El señor Bruschino se presentó en el teatro Moisés, de Venecia, a comienzos de 1813, cuando la guerra de los escenarios, tan detalladamente estudiada por Giazzoto, parecía conservar en el nuevo siglo buena parte de la intensidad que tuvo en el XVIII.

En ese mismo año de 1813 Rossini lanza, de una tacada, cuatro óperas: Bruschino, ole Foppa; Tancredo, de Rossi; La italiana en Argel, de Annelli, y Aureliano en Palmira, de Romani. Entre otras gracias, el músico de Pesaro gozó de una fecundidad sencillamente asombrosa. No vale afirmar que maneja fórmulas, aun cuando las maneje, ni decir que la fuente mozartiana está clara, pues a cada paso Rossini nos sorprende con rasgos espléndidos de su propia invención y renovadores sustanciales de la ópera en su tiempo. Pasarían los años y el espíritu burlón de Rossini animará todavía pentagramas del Verdi de Falstaff, del Puccini de Gianni Schichi e incluso del Straviriski de La carrera del libertino.

El grupo de la ópera Nacional de Cámara de Varsovia nos ha hecho vivir un buen Rossim con su interpretación de El señor Bruschino. No en vano estos jóvenes intérpretes varsovianos heredan y cultivan el gusto por la ópera dieciochesca y sus diversas prolongaciones. Puede hablarse sin temor a error de un montaje directamente influido por la televisión, pues todo se basa en un criterio sintético y claro y aparece animado por una expresividad espumosa que, sin embargo, evita la posible caricatura o el brochazo.

No se trata de un reparto de divos, y aun diría que la presencia de alguno de ellos desequilibraría el conjunto, pero las dotes vocales e interpretativas y la dúctil musicalidad de Alicia Slowakiewicz en la protagonista, del estupendo Jan Wolanski en el Señor Bruschino, bien contrastado por Jerzy Maller en el tutor y estimulados con la ternura lírica del tenor Kazimierz Myrlak, más convencional y corto, en el enamorado Florville, sostuvieron un nivel de calidad que permitió seguir la ópera con sosiego y gustar de sus valores.

Un público mayoritariamente juvenil dio a la representación aire entusiasta y cotidiano; hizo de la ópera no acontecimiento social, sino suceso cotidiano.

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