Zabalita para siempre
Mario Vargas Llosa conserva de Zabalita los ojos inquietos del periodista inseguro, que no ha llegado a ninguna parte y que procede de todo el mundo; no sabe dormir de lado, y permanece con la cabeza atenta al techo de donde viene la nada, o de donde él mismo proviene. Cuando se le ve más de cerca, se ve que la sombra de Oxford, o de Cambridge, es alargada, y aquel joven de nariz aguileña cuyo humor interno debe ser equivalente a su inteligencia narrativa se sume en la seriedad del novelista de fondo y aparece con la cáscara de nuez del solitario luchando contra el naufragio de la risa.Los periodistas le hemos leído mil veces, como hemos leído a Hemingway, y a veces parecía que de las páginas pálidas de Conversación en la catedral o de La ciudad y los perros debía salir el olor rancio de la cerveza que se bebe cuando se acaba de decidir que de la noticia del cierre ha de pasarse a la mayor ternura de la noche en la que el periódico aparece como un amigo caliente, una especie de almohada sobre la que cabe la cabeza múltiple de quien ha creído durante el día que las noticias, se producen para que él no pierda el entusiasmo que le permite seguir vivo, y despertar al día siguiente como quien hubiera inventado una vez más el viejo lead que una vez leyó en los verbos de Hemingway.
Los periodistas que tienen todavía un sudor antiguo en los dedos aprendieron la veloz carrera que hoy aún les alimenta en libros como los de Vargas Llosa; digamos que luego hay críticos literarios y algún amigo de Lima que sabe más y te distrae de la esencia, el olfato infinito del periodista verbal que es Vargas Llosa. Porque lo que queda de él es esa sabiduría incontenible del que alguna vez vio volar por encima de su cabeza el cadáver del suceso, la piedra caliente con la que asesinaron al protagonista principal de su noticia; y cuando tocas una palabra suya no tocas el acento de Oxford, el equilibrio de Cambridge, sino que tocas la memoria de quien una vez fue Zabalita para siempre.
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