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Tribuna:La muerte del autor de 'La destrucción o el amor'
Tribuna
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Una sombra que cruza

"Con dignidad murió. Su sombra cruza". Éste es el verso final del poema El olvido, verdadero autoepitafio precursor con el que Aleixandre cerraba en 1978 su penúltimo libro, Poemas de la consumación. Fue aquél, entre los suyos, el volumen más confesional y lírico; también, por ello, el más patético y trágico. Más que escribirlo, Aleixandre buriló allí una dicción tensa y ceñida, como de quien sabe ya que las palabras, al cabo, estorban o confunden, y que frente a la muerte hay, por fin, que ceñirlas y apretarlas.Y es que a través de esa dicción desplegó, desde su título mismo, un punzante monodiálogo con la Muerte, pero siempre desde las instancias vitales de la juventud y del amor, esa otra férrea constante de su obra. Por eso hoy, al calor doloroso de su muerte -pero también desde la afirmación exultante de la vida que siempre rubricara-, en esa colección a la que mi memoria se ha vuelto, insistente, desde que le supe, días atrás, cercano a la muerte -título de una de las más penetrantes y conmovedoras piezas de aquel libro. Y que sugeriría al lector volver o ir en estos momentos; encontrará allí la imagen más completa del hombre Aleixandre, y también algo así como la cifra más preciosa de su mundo espiritual y poético.

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Poesía superrealista

El hecho de la muerte, ineluctable ya para él a la altura de los 70 años, en que escribió los Poemas de la consumación, y la noción de la dignidad se alían una y otra vez en aquellos textos. Y quienes tuvimos la fortuna de conocerle íntima y largamente, podemos hoy alterar ligeramente ese verso suyo con que encabezo estas notas. Y en esa alteración de propongo se compendiará -creo- la máxima lección suya. Yo escribiría así, ahora, ese verso: Con dignidad vivió.

Y es que el gesto moral más alto de Aleixandre fue enseñarnos a asumir con exaltación la vida, a despecho de saberla perecedera. Por eso entrelazaba en Poemas de la consumación, de modo dialécticamente indisoluble, estos dos binomios definitorios: la vida (o la muerte) y el conocimiento -"Ignorar es vivir, Saber, morirlo", en Ayer-, y este otro que identificaba a su vez la dignidad con la muerte: "La dignidad del hombre está en su muerte" (en El límite, el terso poema de Aleixandre que yo salvaría siempre, en una obra toda ella salvable y salvada). Pero aquí viene el índice más aupador, que su sentido -su deber- de la dignidad impuso a este intenso amador y exaltador de la vida: no hundir al hombre en el derrotismo ni cegarle ante la realidad, aunque la conciencia le avisara de su precariedad.

Su voz, no su palabra

De aquí que al segmento del verso suyo que acabo de reproducirle en frentara estas dos afirmadoras líneas que le nacían de su intensa fe amorosa en la vida: "Pero los brillos temporales ponen / color, verdad. La luz pensada engaña". Pues sobre la temporalidad, esa frágil máscara del tiempo que al hombre le es únicamente posible sufrir (y que esos mismos versos reconocen), aquel brillante color verdadero de lo real era el que siempre le había sostenido, desde el entusiasmo pánico de La destrucción o el amor (1933) y desde la luminosidad mítica veteada de claroscuros históricos de Sombra del paraíso (1944), dos de sus títulos mayores.

Y que aún le sostendrá en el que sí será su último libro, Diálogos del conocimiento. Allí, en su poema también final (Quien baila se consuma), la intervención del bailarín -uno de los personajes cuyos decires daban cuerpo a aquel diálogo-, comienza a culminarse con esta plena afirmación: "Con la rosa en la mano adelanto mi vida". Sí, su sombra cruza -la sombra del hombre, al cabo, ha cruzado ya el límite-, pero en palabra quedará siempre: esa palabra poética suya que afirmará tenazmente la vida, mas sin desconocer la muerte, sino lúcidamente cara a ella.

Por ello es estremecedor, en estos momentos, escuchar lo que en el verso estrictamente último de ese mismo poema (Quien baila se consuma) -que es el verso que así clausura la obra toda de Aleixandre-, el poeta aúna o integra mediante esa o identificativa tan, hasta el mismísimo final, característicamente suya. Y que aquí iguala la áurea consistencia de la vida, el peligro siempre acechante sobre ésta, y la realidad factual hoy del poeta (de su voz, no de su palabra), es decir, el hecho de su cuerpo, no cercano sino entrado ya en la muerte. Porque lo que aquel bailarín adelanta o brinda, en ese verso-testamento de Aleixandre, quedó magnífica y conmovedoramente cifrado así: "y lo que ofrezco es oro o es un puñal, o un muerto".

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