Rostro muerto
Ante el cuerpo muerto de Vicente Aleixandre, y desolado por su desaparición incomprensible, aturdido por el absurdo que es vivir y morir, escribo estas líneas para honrar su memoria.. Me resulta en cierto modo asombroso comprobar de súbito que a pesar de mi extraordinaria admiración por su magna obra, lo que se me impone en estos momentos es la grandeza de su figura moral, la dignidad única de su ser íntegro.
Y ocurre que esa dignidad, desde la que realizó todos sus actos a lo largo de un prolongado vivir, ha aparecido súbitamente, como con un recóndito resplandor, en su rostro final.
El rostro cadavérico de Vicente Aleixandre muestra con concentrada energía, en cierto modo artística, la gravedad señorial (en el mejor sentido de este adjetivo que tanto caracterizó a su persona.
La muerte ha esculpido algo así como una obra maestra en la faz de Vicente Aleixandre: ha buscado y hallado la esencia de su ser, nos ha dado de golpe su esencial biografía. Los años sucesivos de un vivir siempre moralmente elevado se han acumulado de pronto, expresivamente, en la nobilísima y activísima inmovilidad de su cara.
Volvió de pronto a ésta la juventud resplandeciente que tuvo antaño, la serenidad frente a las quietas catástrofes sucesivas de la experiencia largamente adquirida.
Y también el dolor, el dolor frente al mundo, frente a la maldad, un dolor retenido, aceptado, comprendido, hecho de inteligente tolerancia.
Nunca en sus labios habitó el reproche o la censura contra nadie: sabía. Sabía inocente al malvado. Y esa fue su gran lección para mí, lección que nunca olvidaré.
No hay condena donde hay conocimiento, y la tolerancia es siempre amor. Vicente, criatura amorosa, perdonador de todos y de todo, conocedor del corazón humano como nadie, del pobre corazón que a veces odia y mata sin saber. Danos a todos, desde tu muerte, la absolución final.
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