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El progreso de la incertidumbre

España ha proporcionado siempre escasa seguridad vital a sus ciudadanos: "La inseguridad", le hace decir Galdós a un personaje, "es la única cosa constante entre nosotros". Nuestra época, por otra parte, en su dimensión mundial, se caracteriza por un clima generalizado de incertidumbre, que va desde la desconfianza en nuestras posibilidades de supervivencia como especie hasta el convencimiento de que una gran parte de nuestro saber se quedará obsoleto en poco tiempo. Inseguridad e incertidumbre son patrimonio de unos tiempos móviles, donde la suerte del futuro se asienta sobre un presente efímero, de servilletas de papel, amores de paso y trajes de un solo uso. Pero, con todo, el progreso de la incertidumbre entre nosotros empieza a ser alarmante.Por un lado, el viejo principio de la seguridad jurídica se tambalea. Muchos españoles se encuentran, de pronto, con que les han expropiado una mutualidad a la que habían cotizado durante años, sin compensación alguna, en aras de una supuesta creación de empleo juvenil. Sin duda, una Administración pública puede fijar en 65 años, o en 60, el límite para la jubilación forzosa. Pero eso, en cualquier entendimiento razonable de las leyes, no debiera afectar a quienes, hallándose en el servicio activo, tenían una expectativa de vida profesional hasta los 70 años. No es equitativo que el poder público, al final de la vida de un funcionario, le deje de repente sumido en la penuria económica -que eso significa, para muchos, la jubilación- cuando ya difícilmente puede buscar algún medio compensatorio. La función, pública ha solido pagar bastante mal a quien la sirve, pero, a cambio, existía una cierta seguridad en las expectativas. Si esa seguridad se esfuma, el panorama no puede ser más intranquilizador.

A su vez, la nueva Administración de las autonomías se está convirtiendo en una caja de sorpresas. Está muy bien que los diversos poderes públicos tengan iniciativas, y puede resultar muy enriquecedor desarrollar con imaginación el optimismo de la voluntad política, pero es imprescindible que en algunas cuestiones básicas los ciudadanos estén a cubierto de sobresaltos producidos por ocurrencias de sus dirigentes. Las cuestiones fiscales, por ejemplo, son algo que requiere una cuidadosa coordinación de todo el Estado. No se puede hacer pactos sociales que afectan a los ingresos de los individuos de todo el país, donde se establezca un equilibrio entre salarios, inflación y presión fiscal, pongamos por caso, y a la mañana siguiente encontrarnos con que los súbditos de una comunidad autónoma determinada deben pagar un 3% o un 5% más de contribución sobre la renta. Este, no se puede hacer sin un debate serio y sin un acuerdo que evite la fragmentación fiscal, el desequilibrio económico o la desigualdad de trato de los españoles comprometidos en pactos globales que afectan a toda la nación.

Es obvio que una nueva organización territorial del Estado, como la que significan las comunidades autónomas, tiene que ir avanzando por un procedimiento dé ensayo y error, y sería ingenuo pretender que surgiera ya totalmente armada, como Atenea, de la cabeza legislativa de Zeus. Pero también es cierto que en esta vieja península existen demasiados lectores apresurados de Montesquieu que confunden la división de poderes con el arbitrismo personal, incapaces de ver más allá del límite de su aldea. Incluso podemos observar la multiplicación de personajes que, como el hombre enano de Nietzsche, se mueven a saltitos para encaramarse a tribunas emperifolladas, donde pueden ser vistos por los notables de su tribu. Tal vez resulte pintoresco asistir a esta pequeña feria de vanidades personales, pero un Estado moderno exige decisiones claras, de alcance general, que garanticen a sus ciudadanos frente a pesadas bromas del pueblo. Ocurre, sin embargo, que la actuación de los propios poderes centrales del Estado, tal vez por falta de visión de las consecuencias derivadas de decisiones para la galería, extiende un clima de incertidumbre y frustración, peligroso para la marcha del sistema democrático.

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El avance de la incertidumbre origina una sociedad indolente y desencantada. La incertidumbre puede ser más negativa que el miedo. En la historia, el miedo ha movilizado las energías sociales, y el peligro ha ido unido a todo el progreso humano. "Allí donde anida el peligro crece también la salvación", cantaba Hölderlin. Pero la incertidumbre es otra cosa. Cuando no se sabe en qué circunstancia podrá encontrar uno su primer puesto de trabajo; cuando se ignora el tiempo que transcurrirá hasta perder el que se tiene; cuando no se sabe si van a pagarle a uno la pensión el día, cada vez más cercano, de la jubilación; cuando a uno le eliminan las pequeñas ventajas sociales conseguidas con su esfuerzo personal, igualándolo con quien no ha hecho esfuerzo alguno, por pura decisión administrativa; cuanto todo eso se produce en una sociedad, las posibilidades de que emerja una vida creadora, un impulso emprendedor, se esfuman. En el peligro suelen surgir iniciativas. En la incertidumbre florecen la postración y el pasotismo. En el peligro nace la esperanza; en la incertidumbre, el desencanto. De ahí la gravedad de lo que nos está pasando.

En un orden mundial, los riesgos probables de una hecatombe nuclear, de una quiebra econó-

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mica o de una violencia terrorista desatada constituyen sin duda un panorama de vida amedrentada para todos nosotros. Sin embargo, en nuestro comportamiento diaria, son más influyentes esas incertidumbres cotidianas que nos afectan a cada uno. Las burocracias tecnocráticas, convencidas de que la historia pasa por cerrar al tráfico una plaza de pueblo, se desbocan con demasiada frecuencia en carreras legisladoras, que arrasan el sentimiento de seguridad de los ciudadanos a cambio de unos supuestos beneficios reformadores que no se ven por parte alguna. Hay que parar el progreso de la incertidumbre, si queremos movilizar a la sociedad española para nuevas empresas colectivas y nuevos proyectos personales. Los hombres dejan de ser sujetos de la historia, convirtiéndose en marionetas que zarandea la crisis, el imperio o lo poderes fácticos cuando se apodera de ellos la incertidumbre de lo que pueden hacer con sus proyectos vitales las imprevisibles termitas burocráticas. Esa incertidumbre, que avanza cada día por el comportamiento poco previsor de los poderes públicos, es el mayor enemigo de cualquier impulso serio de la sociedad española para remontar la crisis. Aquí vamos a dormitar en un conformismo aplebeyado como no se tomen medidas para impedir la labor de castración de cualquier iniciativa creadora que está desplegando, con inusitado celo, el enjambre de burócratas y beneficiados de los aparatos que nos invade. Con tanta vocación de perro ovejero, ni siquiera van a quedar carneros reproductores en el rebaño. Hay que empezar a dar voces para que algunos pastores despierten. Si seguimos así, en el viaje sólo van a divisarse semáforos en rojo. Es preciso impulsar a quienes abran autopistas, con la seguridad de que podrán usarse. Aunque algún guardián sufra por no existir reglamento previo.

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