El fascinante espectáculo de la lucidez
Instalado en sus 78 años con toda desenvoltura, a cuestas ya con los tardíos galardones y recompensas a una obra variada y más cuantiosa de lo que suele parecer, viajero frecuente, sobre todo entre España y Estados Unidos, testigo lúcido y cáustico -como siempre de la realidad que le rodea, Francisco Ayala constituye todo un espectáculo para quien a él se acerca.Intimida con su severa corrección, irrita por la perentoriedad de sus juicios, asombra por su claridad implacable y fascina por la precisión y hermosura de su lenguaje, tanto escrito como hablado. Da igual. Es todo un espectáculo: el de una inteligencia que no abdica jamás. Es Ayala un escritor, sin caídas.
Y lo curioso es que esta manera de escribir, o de pensar, que no es otra cosa que su propia manera de ser, está presente en su vida desde el principio, desde el primero de sus libros, aquella Tragicomedia de un hombre: sin espíritu, que publicó a los 19 años y que tenía más que ver con una lúcida corrección a los naturalistas y posnoventayochistas de su tiempo que con la narrativa formalista en la que después desviaría -sin extraviarlas- sus dotes. Intelectual precoz, opositor triunfador a las primeras de cambio -letrado de las Cortes, catedrático de Derecho Político-, fue un demócrata tenaz desde el principio, desde que viera en la Alemania de la época los estragos de un nazismo triunfador. Cazador en el alba, Erika ante el invierno, Historia de un amanecer y El boxeador y un ángel esmaltaron la inicial carrera de este triunfador, discípulo en. gran medida de Ortega y Gasset, miembro del grupo de la Revista de Occidente, crítico y escritor sobre cine y literatura.
El exilio interrumpió brutalmente esta carrera y lanzó a su protagonista por los caminos del mundo. Allí se forjó otras nuevas: una de periodista, ensayista y sociólogo, otra de profesor, una más de traductor, a través de sus exilios en Argentina, Brasil, Puerto Rico y Estados Unidos, finalmente, y siempre la de narrador.
Sus ensayos literarios son tan penetrantes como los sociológicos, y sus obras propiamente literarias -pero todas lo son, el estilo no cambia- han entrado ya por derecho propio en la historia de la gran literatura española de este siglo. Reflexionó sobre el drama nacional en los relatos de La cabeza del cordero, y en la historia anterior, que era la misma, con los de Los usurpadores; hizo sátira cruel en los de Historia de macacos; metaforizó tragedias colectivas en Muertes de perro y El fondo del vaso, y a través del relato breve -El as de bastos- llegó a esa reflexión lúcida, desencantada, tierna y terrible de El jardín de las delicias. Los dos primeros volúmenes de Recuerdos y olvidos son como una panoplia de cultura donde se objetiva la memoria hasta convertirse en una obra de arte.
Con el paso del tiempo, esta lucidez tenaz e implacable se ha ido adelgazando, el escepticismo se alía con la razón y el claroscuro predomina. Su curiosidad sigue incólume, su pluma continúa afilada, cruel y tierna a un tiempo, sus análisis parecen ser más transparentes que nunca. Su inteligencia se conserva como en estado puro, ofreciéndose, con las debidas reservas siempre, en espectáculo permanente.
El equilibrio se establece entre lo que se recuerda y lo que se olvida, y bien se sabe que ambas operaciones son tan deliberadas como necesarias. Francisco Ayala entra en la Academia de la Lengua con toda la suave aunque tardía selección que la naturaleza opera sobre los hombres y las cosas.
Y no quiere Francisco Ayala hablar de exilios: el exilio es también el reino, los hombres y las naciones son el mismo mundo, una vida es siempre unitaria y la dispersión no es más que otra máscara de la locura, la imbecilidad y la sinrazón, esos demonios contra los que sigue luchando sin parar. Sólo tiene que hacerse perdonar una cosa: su lucidez, que en ocasiones ciega, como si fuera demasiado.
Babelia
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