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Tribuna
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Inventor de su género

Si todo escritor se esfuerza por instituir sus propios géneros, contra y a favor de los preestablecidos, ése es el caso de Gil-Albert, precisamente, como lo prueban las dificultades que se presentan a la hora de caracterizarlo. En efecto, además de poeta no demasiado asimilable a su generación -aunque se haya señalado a Luis Cernuda como sensibilidad afin-, Juan Gil-Albert es un prosista que ha utilizado el ensayo, la novela y las memorias sin ser propiamente ni ensayista ni novelista ni memorialista.

El hilo conductor

Ha inventado su propio género: un tipo de discurso entre la narración, la especulación y la memoria, entre lo personal y lo universal, entre lo concreto y lo abstracto, en una trama no por lo inextricable menos lúcida.Lo que se mantiene siempre en este discurso es el tono y el hilo conductor, el tema central, al que se vuelve siempre sin demasiada prisa, y que no es otro que la propia persona del poeta. Dicho más o menos con sus propias palabras, ha hecho el mundo suyo a través de sí mismo. Y a ese núcleo torna siempre, a veces tras haberse desviado y alejado de él considerablemente. La amplificación en vertical y en horizontal constituye una característica de esta prosa de la que queda excluido todo aparato profesional en favor del conocimiento de la vida a través de la experiencia propia.

Discurso el de Gil-Albert que se inclinará unas veces al ensayo otras a la memoria, en ocasiones a la narrativa, pero que siempre mantiene una característica común: especulación de altos vuelos que pone en juego recursos novelísticos y ensayísticos al servicio de un propósito totalizador: el ser, la vida, o como prefiramos llamarlo. Hasta lo anecdótico se vuelve aquí fundamentalmente especulativo.

Gil-Albert ha tenido el acierto de atenerse a aquello de lo que verdaderamente responde: su experiencia. Quizá por no ser un pensador profesional, sus aforismos, lo que él denomina cantos rodados, poseen el inapreciable valor de quedar más allá del pensamiento para caer del lado de la sabiduría. Todo en Juan Gil-Albert se nos ofrece personalizado. De ahí sus limitaciones, pero también sus alcances. El pensamiento pasa, la sabiduría permanece.

De lo que sabe Gil-Albert es de lo que se le ha ido decantando en su recámara contemplativa, a través de una porosidad inteligente, desde las grandes experiencias -la guerra civil, el exilio- hasta las nimiedades de la vida cotidiana, que en él adquieren dimensión trascendente. La receptividad consciente, y a la vez absolutamente embelesada, con que ha contemplado el mundo representa la fuente inagotable de la que ha extraído sus argumentos; la fruición es la que lo ha salvado; el goce, en cuanto estado, en cuanto emociones hechas de nada, simplemente como el hecho de existir y de saber que existimos. Siempre orientado a la totalidad, simultáneamente.

Preciosismo hay también en su obra, pero trascendido por una madurez que apunta al tono mayor. Algunos de sus maestros -Montaigne, Goethe, Nietzsche, André Gide, Thomas Mann- lo han salvaguardado de las influencias de otros maestros quizá más cartilaginosos, menos consistentes -aunque tampoco menos grandes-: Wilde y Proust, principalmente.

Vitalismo humanista en un marco geográfico y cultural mediterráneos. Estilo inconfundible para cuya identificación apenas son necesarios más que un par de renglones. Ejemplar trayectoria de un escritor comprometido con todos y con todo a través de la incumbencia más apremiante para él: el compromiso consigo mismo.

César Simón es profesor adjunto de Poética en la universidad de Valencia y autor del ensayo Juan Gil-Albert: de su vida y obra.

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