Ex presidente 'non grato'
LA DECISIÓN del Ejecutivo uruguayo de expulsar del país al ex presidente del Gobierno español Adolfo Suárez, argumentando que sus actividades constituyen una injerencia en la política del país, es el mejor exponente del estado catatónico en que viven las instituciones de Montevideo ante lo que se pregona como fase de transición a la democracia y la entrega del poder a una Administración civil elegida en los comicios del próximo 25 de noviembre. No faltarán algunas interpretaciones que acusen al ex presidente del Gobierno español de oportunismo político. Sin embargo, la actitud resuelta de Adolfo Suárez al comparecer en Montevideo sólo puede ser contemplada con admiración y elogio, como muestra de un serio compromiso con las instituciones democráticas y las libertades.El modelo uruguayo de transición a la democracia es probablemente el más confuso e imprevisible de todos los que, al amparo de acontecimientos diversos, se han producido recientemente en América Latina.
Mientras en Argentina el desastre económico y el oportuno fiasco de las Malvinas obligó a los militares a soltar el poder como quien pretende escapar a las consecuencias de su propia incapacidad, produciendo una rápida restauración de la democracia; mientras en Brasil un proceso guiado con mucha mayor previsión desde años atrás por el Ejército procede a un restablecimiento calculado de los modos democráticos; mientras en Bolivia el repetido vaivén de los ciclos políticos nacionales le da la vez a una dificil experiencia democrática, los militares uruguayos, ni vencidos en el campo de batalla como los argentinos, ni previsores con remordimientos como los brasileños, ni aquejados de la debilidad y división de los bolivianos, impulsan su proceso político aspirando tanto a la impunidad de sus fechorías como al mantenimiento de una posición, de poder privilegiada que les convierta en protectores de la democracia una vez ésta restablecida. Más de lo que pretende el dictador chileno Pinochet con su juego político groseramente restringido y de liberalización tan dudosa como lejana, pero bastante menos que lo conseguido por la reivindicación popular en cualquiera de los casos anteriores.
Los militares uruguayos, presionados por la nueva actitud de Washington, consciente del bajo rendimiento político del cinturón de dictaduras que en su día alentaron en América Latina, enterados al fin de que sus capacidades no parecen hechas para combatir el desastre económico y privados de ese cómodo colchón autoritario que tenían por el norte y por el sur, han decidido salir del atolladero que es la dictadura militar sin la resignación argentina ni la calculada audacia de los brasileños. Un día detienen a Wilson Ferreira Aldunate a su regreso al país -mucho más peligroso fuera de Uruguay que en casa-, otro día restablecen los derechos políticos de las formaciones de la oposicíón manteniendo insostenibles proscripciones como la del general Líber Seregni, un tercero liberan al hijo de Ferreira como quien quiere soltar lastre y no sabe muy bien cómo, y por último conciben la inefable idea de expulsar a Adolfo Suárez, en misión de apoyo jurídico para la liberación de Wilson Ferreira.
Cualquiera puede predecir que, celebradas las elecciones de noviembre con un mínimo de representatividad democrática, la marcha hacia un régimen de libertades plenas será imparable y que únicamente una nueva asonada frustraría ese desenlace que el Ejército uruguayo quiere todavía difuminar.
De otro lado, la apropiada torpeza de sus anfitriones ha prestado al ex presidente Suárez un nuevo aliento político, revelancia que su figura no ha perdido nada en América Latina del justo prestigio adquirido por su conducción de la transición española, con su punto culminante en la jornada del 23-F. Mientras en España su figura puede parecer a muchos la de un importante jubilado del poder, su capacidad para hacer las Américas y regresar con un éxito político como el de su expulsión de un régimen dictatorial debería, quizá, hacer reflexionar sobre la pugnacidad del personaje y su capacidad para preservarse un lugar en el punto de mira político de todos los españoles.
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